A medida que nos vamos adentrando en el siglo XXI se va haciendo cada vez más claro el cariz de los tiempos. Incendios pavorosos que arrasan todo a su paso, olas e inundaciones que llegan al corazón de los pueblos que un día fueron pesqueros y hoy son turísticos, enfermedades infecciosas desconocidas que nos encierran en nuestras casas, y hacen de cada vecino un policía. Casi sin margen para la sorpresa, porque todo es tan sorprendente que nos suena haberlo visto alguna vez en una serie de Netflix, nos instalamos en un mundo distópico en el que la vida que nos resulta familiar puede rasgarse de pronto y enfrentarnos al fin de los tiempos.
A la vez que el cambio climático y las amenazas de la globalización salen de los libros y se instalan en la realidad, la burocracia de cuello blanco que encarnó el poder capitalista y estatal tras la Segunda Guerra Mundial va dejando paso a líderes más descarnados. Desde Trump a Putin, de King Jong Un a Bolsonaro, el ecofascismo (que ya se ejerce en grandes territorios del cono sur) ha elegido la cara del ‘macho’ para los tiempos de rapiña que llegan. Todos estos líderes reclaman el derecho ‘natural’ a dominar y a esclavizar, desprecian cualquier consideración ética que no sea la fuerza bruta y exhiben como una de sus principales señas de identidad el machismo y la misoginia. Es la hora del mamporro, y los ciudadanos (y ciudadanas) que tienen miedo a perder privilegios quieren a un amo despiadado al que no le tiemble la mano ante nada. Así que en tiempos de intensa agitación feminista, los Estados patriarcales se quitan la careta y se exhiben como lo que son, un ‘machoestado’ que se declara dueño de la vida, y no admite límite alguno para su apropiación del mundo y de todos los seres vivos.
El Estado abandona así su pretensión de legitimarse como única alternativa social para conseguir un razonable bien común y se muestra como “dueño”, al modo de los capos de la mafia, sociedades de la crueldad que siempre han exhibido la cara y los valores del macho para despojar y dominar a comunidades enteras. Competencia en vez de cooperación; obediencia en lugar de consenso; sumisión en vez de igualdad; control y dominio en lugar de autodeterminación y libertad; ira y crueldad en vez de empatía y cuidado: los valores centrales de la hombría patriarcal, que se ejercen sobre las mujeres y se exhiben ante otros hombres, son la marca de agua del nuevo fascismo del siglo XXI, que recluta a su ejército a través de grandes experimentos de ingeniería social como el porno, donde los niños aprenden a sexualizar el sadismo y las niñas a someterse a la degradación, creando y recreando al violador en manada, al kapo del lager, al policía que reprime la revuelta, al obrero que somete a sus deseos el cuerpo de la mujer migrante en el campo de concentración del burdel.
Grupo Higinio Carrocera
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