Yayo HERRERO
Prólogo a la segunda edición de En La Espiral de la Energía, de Ramón Fernández Durán y Luis González Reyes
Durante milenios, las sociedades humanas evolucionaron en una tensión permanente entre la pulsión por expandirse y superar los límites físicos y la obligatoriedad de vivir sujetas a ellos. Los seres humanos se sabían vulnerables y dependientes de los bienes de la naturaleza. Aquellas culturas y sociedades que sobrepasaban la biocapacidad de sus territorios se mantenían durante algún tiempo y después colapsaban. Las otras, las que sobrevivían, lo hacían sobre formas de organización social mucho menos complejas.
Hoy nos encontramos en un momento singularísimo en la historia de los seres humanos. Lo que está colapsando es la humanidad en su conjunto. No quedan muchos alrededores que seguir explotando o a los que huir. Para “colapsar mejor” es importante comprender que esta guerra contra la vida tiene su origen en la dificultad, sobre todo de algunos seres humanos, de reconocerse como una especie inserta en una naturaleza de la que forma parte. La sociedad occidental ha sido prácticamente la única del planeta que ha establecido una ruptura, un verdadero abismo, entre los seres humanos y la naturaleza. La cultura se construyó sobre una falsa oposición, la que establecía una cesura entre los seres humanos, o más bien su capacidad de razonar, y el mundo natural, en el que también se integraba el cuerpo de las personas. En este par de opuestos, la cultura, elaborada por el cerebro humano, adquiría un valor mucho mayor que la naturaleza y los cuerpos.
Ya en la Grecia clásica encontramos evidencias de esta desvalorización de lo natural. Platón establece un muro ontológico entre el mundo de las ideas y la natu- raleza y la corporeidad. Para él, el logos transcendente ordena el mundo, mientras que la materialidad natural –y los cuerpos dentro de ella– es corruptible, inmanente y esencialmente caótica. La dualidad platónica se perpetúa en el judeocristianismo y sigue formando parte del racionalismo moderno y de las visiones preponderantes de la Ilustración. El ser humano racional, desgajado de la naturaleza, de las demás personas y de su propio cuerpo se convierte en el sujeto abstracto determinante de la historia.
Solo una minoría de hombres, y aún menos mujeres, pueden vivir creyendo que lo hacen emancipados de la naturaleza y de las demás personas, y mantienen esta ficción externalizando el autocuidado, desresponsabilizándose del cuidado de otras e invisibilizando la ecodependencia. Aunque es imposible universalizar ese privilegio, eso no impide que el mundo público se organice como si esos individuos fuesen el sujeto universal. Lo humano, en estas sociedades, ha sido construido por encima y en contra de la naturaleza, explotando a un Otro –mujeres, sujetos escla- vizados y colonizados, territorio y animales– y concibiéndolo como subordinado e instrumental.
Con esa mirada androcéntrica se fue conformando durante la Modernidad y la Ilustración la idea de progreso, convertido en el deseo de escapar permanente- mente de las constricciones que impone el hecho de ser especie. Vivimos con el fin de progresar y este progreso está asociado a la explotación de la naturaleza y de otras personas. Las sociedades más avanzadas someten, controlan y usan industrial y tecnológicamente los bienes de la naturaleza hasta agotarlos; explotan el trabajo humano –pagado y no pagado–; y sitúan el conjunto del mundo vivo al servicio de su progreso. Ese proceso de dominio y explotación ha constituido el núcleo central del avance civilizatorio occidental.
Tres palancas permitieron acelerar, revolucionar y expandir exponencialmente una civilización que progresa devorando aceleradamente las bases materiales que la sostienen: la tecnociencia vinculada a la Revolución Industrial, el capitalismo y la disponibilidad de energía fósil.
Bacon equiparaba ciencia con el poder y auguraba que el conocimiento científico permitiría “arrancar a la naturaleza todos sus secretos hasta controlarla, someterla y estremecerla hasta sus fundamentos”. No cabe duda de que parte de esos augurios se han cumplido. Hoy, ese estremecimiento hace temblar la tierra desde las cumbres más altas donde los glaciares se descongelan velozmente, hasta el fondo de las fosas abisales, al que apenas ha llegado el ser humano pero sí sus residuos químicos.
Pero la naturaleza no resultó ser esa autómata previsible y controlable que enunció Newton, y apenas tres siglos después de las promesas de dominio y control, la especie humana se ha convertido en el mayor agente modelador de la corteza terrestre y su actividad es la causante de la alteración de los mecanismos que, ante las perturbaciones, permitían a la propia naturaleza reestablecer las condiciones biofísicas que aseguraban la vida humana y la de otras especies.
La biocapacidad global de la Tierra está superada. El declive de los minerales y de la energía fósil de altas tasas de retorno, los escenarios catastróficos del cambio climático, la pérdida de biodiversidad, el deterioro de las funciones básicas de los ecosistemas, como la polinización, la fotosíntesis, el ciclo del agua, o el aumento de la contaminación de agua, tierra y aire evidencian que ese inagotable almacén y vertedero que algunos veían en la naturaleza tenía límites y ya están sobrepasados.
La translimitación de la biocapacidad de la Tierra, en contra de lo que plantea la doctrina convencional, condiciona la economía y la política, y el capitalismo fracasa en su promesa de proveer de bienes y servicios abundantes e ilimitados a las mayorías sociales. Se están produciendo guerras formales por los recursos y movimientos de ejérci- tos que se posicionan ventajosamente ante la crisis ecológica, guerras informales de gobiernos contra sus pueblos cuando resisten al extractivismo, y guerras económicas como las que las transnacionales declaran a través de los tratados comerciales.
Las personas migrantes no pueden atravesar las fronteras que llevan a Europa, pero sí lo hacen los alimentos, minerales o energía que viene de los territorios que se ven obligados a abandonar. Para sostener las economías de los centros de privilegio hace falta saquear los países desposeídos. Quienes tienen poder económico, político y militar se sienten con el derecho a disponer de un mayor espacio vital, aunque para ello haya que expulsar, ahogar, congelar o matar de hambre a la población “sobrante”. En el Antropoceno, el capitalismo se transforma en fascismo.
A pesar de la evidencia de la crisis ecológica y social, muchas personas viven de espaldas al más que previsible colapso. La crisis global se transforma en una crisis civilizatoria, porque, a pesar de su gravedad, permanece social y políticamente desapercibida. Los individuos están moldeados por el imaginario del progreso capitalista. Nuestra civilización cree y siente que vive del dinero más que del agua, la tierra o la fotosíntesis. El dinero se ha convertido en una creencia práctica y el sentido de la vida se construye en torno a él. En su nombre se sacrifican fuentes de vida: bosques, ríos, minerales, animales, personas... Nuestra civilización está ciega para reconocer las señales que evidencian que nos acercamos velozmente a un abismo por el que ya se están precipitando al- gunos pueblos y personas. Existe una enorme brecha entre la condición objetiva de la crisis terminal y la vivencia subjetiva de hallarnos en un sistema fulgurante y tecnolátrico que promete que inventará algo que resuelva los problemas, incluso los que él mismo ha creado.
Pero las soluciones meramente tecnológicas presentadas para afrontar la brusca contracción de esfera material de la economía en un contexto de cambio climático, o bien no son universalizables, o bien son ciencia ficción. El verdadero dilema es que la adaptación forzosa a formas de organización material y política de mucha menor complejidad material se produzca mediante una lucha desigual y violenta por el uso de los recursos decrecientes o mediante un proceso de reajuste decidido y anticipado con criterios de equidad. Necesitamos un aterrizaje forzoso de la economía en la tierra y en los cuerpos. Esto obliga a promover una cultura de la suficiencia y de la autocontención en lo material, a apostar por la relocalización de la economía y el establecimiento de circuitos cortos de consumo y comercialización, a restaurar la vida rural, a disminuir el transporte y la velocidad. Para que este proceso sea justo, las condiciones necesarias son el reparto de la riqueza y de las obligaciones que se derivan del hecho de ser especie y tener cuerpo.
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