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El decrecimiento: La teoría de la abundancia radical


Por Jason Hickel

Según se agrava la emergencia climática y disminuyen los presupuestos para

neutralizar la producción de dióxido de carbono que reclama el Acuerdo de

París, los científicos que estudian el cambio climático y los ecologistas apuntan

de forma cada vez más clara al crecimiento económico como un motivo de

preocupación. El crecimiento impulsa la demanda de energía y hace que sea significativamente más difícil —y muy probablemente inviable— que los países lleven

a cabo la transición a las energías limpias a un paso suficientemente rápido como

para evitar niveles de calentamiento global potencialmente catastróficos. En los

últimos años, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático

(ipcc, por sus siglas en inglés) ha argumentado que la única forma posible

de alcanzar los objetivos del Acuerdo de París es disminuir conscientemente los

flujos de materia de la economía global. Reducir los flujos disminuye la demanda

de energía, lo que hace más fácil la transición a las energías limpias.

Los economistas ecológicos reconocen que este enfoque, conocido como decrecimiento,

entraña una más que probable reducción de la actividad económica agregada

tal y como la mide actualmente el PIB. Aunque un giro así pudiera parecer contrario

al desarrollo humano, y de hecho amenaza con desencadenar un conjunto

de consecuencias sociales negativas, los partidarios del decrecimiento argumentan

que puede lograrse una disminución planificada de los flujos de materia de la economía

en los países de ingresos altos mientras se mantiene e incluso se mejora la

calidad de vida de las personas. Las políticas propuestas se centran en redistribuir

la renta actual, acortar la semana laboral, e instaurar una garantía de trabajo y un

salario digno a la vez que se amplía el acceso a los bienes públicos.


En un contexto en el que se suceden los debates en torno al diseño y la puesta en

práctica de estas políticas, doy un paso atrás para considerar la lógica económica

que subyace a la teoría del decrecimiento. A simple vista, el decrecimiento parece

una economía de la escasez, tal y como muchas personas tanto de izquierdas

como de derechas se han apresurado a alegar. Sin embargo, es justamente al revés.

Si repasamos la historia del capitalismo nos revela que el crecimiento siempre

ha dependido de la parcelación de los bienes comunes. La paradoja de Lauderdale,

formulada por primera vez por James Maitland, sostiene que el incremento de

la «riqueza privada» se logra mediante el estrangulamiento de la «riqueza pública». Esto se hace no sólo para aprovecharse del patrimonio común sino también, argumentaría yo, para crear una «escasez artificial» que genera presiones que desembocan en la productividad competitiva. Lo que pretende el decrecimiento es invertir la paradoja de Lauderdale. Con su llamamiento a un reparto más equitativo de los recursos existentes y la expansión de los bienes públicos, el decrecimiento exige no la escasez sino la abundancia.

Basándome en esta premisa, quiero mostrar que dicho enfoque representa no solo una alternativa a una economía orientada al crecimiento, sino un antídoto al mecanismo que impulsa el crecimiento mismo, de forma que libera a los seres humanos y los ecosistemas de sus garras. Al proponer una teoría de la abundancia, el decrecimiento proporciona una vía política hacía una economía ecológica adaptada al Antropoceno.


El Acuerdo de París y el imperativo del decrecimiento

En 2018 el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de

la ONU (ipcc) publicó un informe especial que describía lo que habría que hacer

para evitar un calentamiento global por encima de 1,5°C sobre niveles preindustriales.

El informe concluyó que las emisiones globales deben reducirse a la mitad

antes del año 2030 y llegar al cero neto antes de mediados del siglo. Se trata de un

giro drástico que requiere invertir rápidamente el sentido de la marcha de nuestra

civilización. Por el momento, no existe ningún plan acordado que permita alcanzar

este objetivo. Los compromisos voluntarios de los Estados que suscribieron

en 2015 el Acuerdo de París no conllevan una reducción absoluta de las emisiones

globales y nos colocan en el camino hacia un calentamiento de 3,4°C antes del fin

de este siglo, lo que supera con creces los límites de 1,5-2°C fijados por el Acuerdo

de París.


Este problema se debe fundamentalmente al hecho de que el crecimiento económico

previsto impulsa la demanda de energía a un ritmo mayor que el del despliegue

de la capacidad de generar energías limpias (Raftery et al., 2017). Esto ya ha

supuesto un problema en el siglo XXI. A día de hoy, el mundo genera anualmente

8.000 millones más de megavatios/hora de energía limpia que en el año 2000,

lo que es un aumento importante. Sin embargo, durante este mismo periodo, la

demanda de energía aumentó en 48.000 millones de megavatios/hora. Dicho de

otro modo: el aumento de la capacidad de generar energías limpias cubre tan solo

el 16% del aumento de la demanda de energía. Por supuesto, es técnicamente posible

aumentar la cobertura de las energías limpias hasta cubrir el total la demanda

global de energía ( Jacobson and Delucchi, 2011). La cuestión es si es posible o

no hacerlo lo suficientemente rápido como para que la generación de dióxido de

carbono no haga aumentar la temperatura más allá de los 1,5-2°C en comparación

con los niveles preindustriales y que a la vez la economía global crezca al ritmo

acostumbrado.


Podemos examinar esta cuestión mediante un examen de las previsiones de descarbonización. Si presuponemos que el PIB sigue creciendo a ritmo de 3% al año

(la media entre 2010 y 2014), entonces la descarbonización de la economía debería

tener lugar al ritmo de un 10,5% al año para lograr que la subida de la temperatura

no supere el techo de los 1,5°C, o a un ritmo de 7,3% por año para que no

supere el límite de los 2°C. Si el crecimiento del PIB se ralentiza y sólo alcanza un

2,1% al año (según predice PWC), entonces habrá que descarbonizar a un ritmo de

9,6% al año para cumplir con la meta de un aumento de 1,5°C, o a 6,4% por año

para llegar a cumplir la de 2°C. Dichas metas están más allá de lo que todos los

modelos empíricos que existen indican que es factible (ver Hickel y Kallis, 2019).

Unos breves ejemplos servirán para ilustrar este argumento. Schandl et. al. (2016)

indican que, en condiciones políticas ideales, la descarbonización se puede lograr

al ritmo máximo de 3% por año. La herramienta conocida como C-Roads (desarrollada

por Climate Interactive y mit Sloan) prevé un ritmo de descarbonización

máximo del 4% al año suponiendo que se pongan en marcha las políticas más

incisivas posibles de restricción de la generación de dióxido de carbono: grandes

subsidios a las energías renovables y la energía nuclear además de impuestos muy

altos sobre el petróleo, el gas y el carbón. En una reciente revisión de la evidencia

disponible, encontraron que el ritmo de descarbonización que se requiere para cumplir con las metas del Acuerdo de París queda «muy lejos de lo que se considera alcanzable en base a los datos históricos y los modelos de predicción más habituales.»

Hace ya mucho tiempo que los científicos del IPCC y otros autores son conscientes

del problema. En su Quinto Informe de Evaluación (ar5), abordaron el tema

asumiendo especulativamente la existencia futura de tecnologías que permitirían

alcanzar emisiones negativas. Según esta teoría, el ritmo habitual de crecimiento

económico llevará a rebasar el límite de dióxido de carbono a medio plazo, pero

esto no supondrá un problema si encontramos la manera de eliminar el dióxido

de carbono de la atmósfera a lo largo del presente siglo.


La principal propuesta para lograrlo se conoce como BECCS, acrónimo inglés que significa Bioenergía con Captura y Almacenaje de Carbono. beccs propone realizar enormes plantaciones de árboles a lo largo y ancho del mundo para absorber el CO2 de la atmósfera,

cosechar su biomasa, quemarla para generar energía, capturar las emisiones al

tiempo que se producen y almacenar los residuos bajo tierra. En el informe ar5,

la gran mayoría de los escenarios para cumplir la meta de los 2°C (101 de los 116) se

basan en el uso del método BECCS para lograr emisiones negativas.

No obstante, es un método muy controvertido entre la comunidad científica.

Hay distintos elementos de preocupación. En primer lugar, nunca se ha demostrado la viabilidad económica y la posibilidad de aplicar a gran escala la captación y el almacenamiento de carbono (Peters, 2017). En segundo lugar, las cantidades de biomasa que presuponen los escenarios del informe ar5 requerirían plantaciones que cubriesen una superficie dos veces el tamaño de la India, lo que plantea dudas sobre la disponibilidad de tierra, la competencia con la producción de alimentos, la neutralidad del carbono y la pérdida de biodiversidad (Smith et al., 2015; Heck et al., 2018). En tercer lugar, es posible que no exista la capacidad requerida de almacenaje del CO2 (De Coninck and Benson, 2014; Global

ccs Institute, 2015).


Anderson and Peters (2016) concluyen que «BECCS se sigue basando mucho en la especulación sobre el desarrollo de nuevas tecnologías» y que depender de ella supone «una apuesta injusta y de alto riesgo». Si no funciona, «la sociedad se adentrará sin remedio por la senda de las altas temperaturas». Cada vez más científicos comparten esta conclusión.


En respuesta a estas preocupaciones, el ipcc (2018) publicó por primera vez un modelo de reducción de las emisiones en línea con el Acuerdo de París que no depende de especulaciones acerca de tecnologías de emisiones negativas. Desarrollado por Grubler et al. (2018) y conocido como Baja Demanda Energética (Low Energy Demand - led), el modelo calcula una reducción global del 40% de la demanda energética para el año 2050, lo que hace mucho más factible lograr una completa transición a las energías limpias. El elemento clave del modelo es una significativa reducción de la producción y del consumo. «La producción total agregada de materia disminuye cerca de un 20% en comparación con la actual, la tercera parte debida a la desmaterialización, y los dos tercios restantes debido a

mejoras en la eficiencia material.» El modelo led hace una distinción entre el Norte y el Sur Global. La producción y el consumo industrial disminuyen en un 42% en el Norte y en un 12% en el Sur. Teniendo en cuenta las mejoras en la eficiencia energética, esto se traduce en una disminución de la demanda energética del 57% en el norte y del 23% en el Sur.

El modelo led representa un escenario de «decrecimiento» —una reducción planificada

de flujos de materia y energía de la economía global. Su inclusión en el informe del IPCC como único escenario que no depende de un desarrollo de las cuestionables tecnologías de emisiones negativas apunta a que el decrecimiento puede ser la única forma factible de lograr la disminución de emisiones fijadas en el Acuerdo de París. Supone un hito en la teoría de mitigación del cambio climático. Lo atractivo de este enfoque es el hecho de que no aborda únicamente la cuestión de las emisiones y el cambio climático, sino que reduce el impacto de la economía sobre el medio ambiente en toda una gama de indicadores clave, entre ellos la desforestación, la contaminación química, el agotamiento del suelo, la pérdida de biodiversidad, etc.


Existen varias medidas políticas que ayudarían a lograr disminuciones en el flujo de materia de la economía en línea con el modelo led. Se puede legislar para aumentar el periodo de garantía de los productos, logrando así que lavadoras y frigoríficos duren al menos 30 años y no 10. Otra medida sería prohibir la obsolescencia programada e introducir un «derecho a la reparación». Así, los productos se podrían reparar de forma económica sin recurrir necesariamente a las piezas del fabricante.


Se podría legislar también para reducir el desperdicio de alimentos (cosa que ya hacen Corea del Sur, Francia e Italia), gravar la carne roja para promover el consumo de otros alimentos menos intensivos en el uso de recursos, prohibir los plásticos de un solo uso y los vasos de café desechables, y poner fin a la publicidad en lugares públicos para lograr una disminución de la presión hacia el consumo material.


Sin embargo, para lograr una disminución de las emisiones importante y sostenida, es probable que en última instancia sea necesario fijar un límite en el uso anual de materia que disminuya año a año hasta que se llegue a lo que los ecologistas identifican como niveles sostenibles (50.000 millones de toneladas anuales a escala global, lo que se traduce en entre 6 y 8 toneladas per cápita.


La hipótesis del decrecimiento

La idea del decrecimiento fue enunciada por primera vez muy al principio del siglo XXI por economistas ecológicos y teóricos del posdesarrollo. En los últimos años ha llegado a captar la atención pública, incluida la de los medios de comunicación de gran circulación. El objetivo del decrecimiento es la disminución de los flujos de materia y energía de la economía global, centrándose en los países de ingresos altos con alto nivel de consumo per cápita. Se trata de lograr este objetivo reduciendo la producción de residuos y el tamaño de los sectores de actividad económica que son destructivos en términos ecológicos y carentes de beneficios sociales, como por ejemplo el marketing, la producción de productos como los chalets adosados, los todoterrenos, la carne de res, los plásticos de un solo uso, los combustibles fósiles, etc.).


Los investigadores del decrecimiento reconocen que la disminución en los flujos de materia agregados probablemente conlleve una disminución de la actividad económica agregada tal y como se mide con el PIB, debido a la estrecha relación entre estos flujos y la producción. A primera vista, esto puede parecer inquietante. Los economistas, al igual que los dirigentes políticos, se han acostumbrado a considerar que crecimiento del PIB equivale a progreso humano y mejoras del bienestar social. Así, parecería sensato concluir que un declive en el PIB llevaría necesariamente a un declive del bienestar. Al fin y al cabo, una disminución del PIB suena a recesión, y las recesiones conllevan una gama de efectos nocivos: las empresas despiden trabajadores, aumenta el desempleo y, al perder sus trabajos, las personas ya no pueden pagar vivienda, alimentos, cuidados sanitarios, educación y otros bienes básicos. Además, los Estados, las empresas y los hogares no pueden pagar sus deudas, lo que aumenta el riesgo de una crisis financiera.


Sin embargo, una recesión es algo totalmente distinto al decrecimiento. En una recesión se produce una contracción de la economía (una economía, cuya estabilidad, además, requiere crecimiento). En cambio, el decrecimiento es una llamada al cambio, a un tipo de economía completamente diferente (una economía que no requiere crecimiento, para empezar).


La literatura sobre el decrecimiento sostiene que es posible reducir la actividad económica agregada en los países de ingresos altos a la vez que se mantiene e incluso se mejora el grado de desarrollo humano y bienestar. Esto se puede lograr mediante una serie de reformas políticas relacionadas entre sí. Por ejemplo, al tiempo que se cierran las industrias

sucias y socialmente innecesarias, y la actividad económica agregada se contrae, se puede prevenir el desempleo mediante la disminución de la semana laboral y la relocalización de la mano de obra en sectores más limpios y socialmente útiles ofreciéndoles una garantía de empleo. Las pérdidas de salario que resultarían de la disminución de la jornada laboral podrían contrarrestarse con salarios más altos y una política de salarios dignos. Para proteger a las pequeñas empresas que podrían tener dificultades para aplicar este aumento salarial, se podría introducir un plan de renta básica universal cuyo coste podría financiarse mediante

impuestos sobre la emisión de dióxido de carbono, la riqueza, el valor del suelo, la extracción de recursos, o los beneficios de la gran empresa. Estas políticas han sido diseñadas con éxito en modelos desarrollados por D’Allessandro et al. (2018) y Victor (2019).


La característica central de la economía del decrecimiento es que requiere un reparto progresivo de las rentas existentes, lo que invierte la lógica política habitual del discurso del crecimiento. A menudo, en su búsqueda de mejoras del bienestar humano, los economistas y los políticos han considerado el crecimiento un substituto de la equidad. Es más fácil desarrollar políticas que aumentan el total de las rentas y esperar que caigan suficientes migajas que mejoren la vida de la gente común que repartir las rentas existentes de forma más equitativa, pues lo segundo requiere atentar contra los intereses de la clase dominante. Pero si el crecimiento puede sustituir a la igualdad, por la misma lógica la equidad puede

sustituir al crecimiento. Si logramos un reparto más justo de las rentas existentes, podemos mejorar el bienestar humano y lograr objetivos sociales sin crecimiento —y por lo tanto sin un flujo añadido de materia y energía.

Los mecanismos centrales para lograrlo, tal y como se ha explicado, son una semana más corta de trabajo, una garantía de empleo y una política de salarios dignos, así como inversión en servicios públicos. Al aumentar el acceso a la cobertura sanitaria generosa y de alta calidad, la educación, la vivienda a precios asequibles, el transporte, el agua y la luz y la infraestructura de ocio, se puede proporcionar a las personas los bienes que necesitan para vivir bien sin que necesiten disponer de ingresos elevados para disfrutarlos.


La evidencia empírica acumulada demuestra que se pueden alcanzar buenos indicadores sociales sin unos niveles altos de PIB per cápita. A partir de un cierto punto, la relación entre el PIB per cápita y los indicadores sociales empieza a degradarse. Tomemos como muestra la esperanza de vida. Aunque sí que están relacionados el PIB per cápita y la longevidad —los países con el PIB per cápita más alto suelen tener una esperanza de vida mayor—, la relación sigue una curva de saturación que conduce a rendimientos extremadamente decrecientes. La longevidad depende de otras variables importantes más allá del PIB, como por ejemplo la inversión en atención sanitaria universal. El sistema sanitario de Costa Rica, por ejemplo, permite que el país tenga la mayor esperanza de vida de los Estados Unidos con un PIB per cápita cinco veces menor. De forma análoga, la relación entre el PIB per cápita y la felicidad —o el bienestar— es tenue. En los Estados Unidos y el Reino Unido, por ejemplo, a pesar del crecimiento en el PIB per cápita real, los niveles de felicidad no han cambiado desde los primeros años setenta del siglo pasado. Según una encuesta efectuada en todo el mundo por Gallup, muchos países (Alemania, Austria, Suecia, Países Bajos, Australia, Finlandia, Canadá, Dinamarca y, muy notablemente, Costa Rica) tienen mejores índices de bienestar que los Estados Unidos con menos PIB per cápita.


El mismo patrón se repite con muchos más indicadores sociales. El PIB per cápita de Europa alcanza tan sólo el 40% de el de los Estados Unidos y, sin embargo, Europa puntúa mejor en casi todas las categorías sociales, puesto que los países europeos tienden a ser más equitativos y tienen un mayor compromiso con los bienes públicos.


Pero incluso en los países europeos existe mucho margen de mejora. La desigualdad en Europa ha empeorado de forma significativa desde 1980. Desde la perspectiva del decrecimiento, esto representa una oportunidad, pues no existe ninguna razón a priori para que los indicadores sociales de Europa no puedan mejorarse sin ningún crecimiento añadido. Tan solo es un reparto más equitativo de la renta existente y una fiscalidad progresiva dirigida a lograr una expansión de los bienes públicos.


No se trata solamente de que el PIB a partir de un cierto punto no guarde una relación

suficientemente fuerte con el desarrollo humano, sino que más allá de un determinado umbral, el aumento del PIB tiende a tener una incidencia negativa.

Algunas métricas del progreso económico, como por ejemplo el Indicador del Progreso

Genuino (GPI por sus siglas en inglés), visibilizan este efecto. El GPI calcula inicialmente el gasto personal en consumo (al igual que el PIB) y hace un ajuste mediante 24 componentes distintos como por ejemplo la distribución de la renta, los costes medioambientales y la contaminación, además de otros componentes positivos no presentes en la medición del PIB, como por ejemplo el valor de las labores del hogar. Kubiszewski et al. (2013) encuentran que para la mayor parte de los países, el GPI aumenta en línea con el PIB hasta llegar a un determinado umbral a partir del cual el PIB sigue creciendo mientras que el GPI permanece igual y, en algunos casos, baja. Los autores se basan en Max-Neef (1995) para interpretar

este umbral como el punto en el que los costes sociales y medioambientales del crecimiento del PIB son suficientemente significativos como para neutralizar las ganancias ligadas al consumo.

Ahora bien, se podría argumentar que el crecimiento económico es necesario para movilizar los recursos que se invierten en la tecnología que posibilita los cambios necesarios para que el mundo se encamine hacia la sostenibilidad. Pero no existe ninguna prueba de que el crecimiento agregado sea necesario para conseguir la sostenibilidad. Si se trata de lograr algunos tipos concretos de innovación tecnológica, tendría más sentido invertir directamente en ello, o fomentar la innovación mediante medidas políticas (límites a las emisiones de dióxido de carbono y el uso de recursos) en lugar de perseguir el crecimiento de toda la economía de forma indiscriminada —lo que incluiría el incremento de industrias sucias y

destructivas— confiando ciegamente en un determinado resultado.


La máquina de la escasez

Aunque los estudiosos del decrecimiento han esbozado los cambios de políticas que serían necesarios para lograr una transición segura y equitativa a una economía ecológica poscrecimiento, sigue sin haberse teorizado lo suficiente acerca de su lógica profunda. ¿Acaso son suficientes por sí mismas las reformas propuestas para darle una buena muerte al imperativo capitalista del crecimiento? Quiero abordar esta cuestión elaborando en mayor detalle el argumento de que la expansión de bienes y servicios públicos es crucial para lograr con éxito el decrecimiento.


Se trata de algo más profundo de lo que podría parecer a primera vista, y abre

prometedoras líneas de investigación.

Empecemos con un ejemplo cercano a mi experiencia personal. En Londres, los precios de la vivienda son astronómicos: el alquiler de una vivienda de un dormitorio puede costar 2.000 libras al mes, o 600.000 libras si se trata de una compra. Estos precios son ficticios. No guardan ninguna relación con el coste real de la construcción de una vivienda o del suelo. Son sobre todo la consecuencia de la rápida privatización del parque de viviendas públicas en el Reino Unido desde 1980, la especulación financiera, la política de tipos de interés cero, y los programas de estimulación de la economía de los bancos centrales conocidos como expansión cuantitativa que han impulsado el aumento de los precios de los activos tras la

crisis financiera de 2008 de forma extraordinariamente beneficiosa para los ricos.


Sin embargo, los salarios en Londres no han aumentado al mismo ritmo que los precios de la vivienda. Eso hace que para comprar una vivienda los londinenses deban o bien aumentar sus horas agregadas de trabajo o bien pedir créditos contra la garantía de su trabajo futuro. En otras palabras, la gente debe trabajar unas jornadas innecesariamente largas para ganar más dinero simplemente para poder acceder a un techo al que antes podía acceder por una fracción de la renta actualmente necesaria para ello. En este proceso, producen más bienes y servicios que han de encontrar un mercado, lo que genera nuevas presiones en el consumo

que se manifiestan, por ejemplo, en forma de insidiosas y agresivas estrategias

publicitarias.


Por lo tanto, en última instancia, los precios ficticiamente altos de la vivienda en Londres obligan a todo el mundo a contribuir innecesariamente al coloso de la continua expansión de la producción y el consumo, con todas las consecuencias ecológicas que esto entraña.

Este problema es tan viejo como el mismo capitalismo, y tiene un nombre: parcelación.

Ellen Eiksins Wood (1999) ha argumentado que las raíces del capitalismo se hunden en el movimiento de parcelación en Inglaterra. Durante ese periodo, las élites adineradas —con el poder que les confería el Estatuto de Merton de 1235— cercaron las tierras comunales y desplazaron forzosamente a los campesinos en lo que fue una campaña violenta de desposeimiento que se prolongó a lo largo de varios siglos. Durante ese periodo, se abolió el antiguo «derecho a habitar» anteriormente consagrado en la Carta del Bosque que garantizaba acceso a la tierra, los bosques, la caza, el pasto, las aguas, la pesca y otros recursos necesarios para la vida a las personas comunes. Tras la parcelación, la gente del común inglés se encontró sujeta a un nuevo régimen. Para sobrevivir, tenía que competir entre sí para conseguir arrendar algunas de las tierras recientemente privatizadas y tener

terreno para sembrar. Los arriendos se concedían en base a la productividad, reevaluándose de forma periódica. Para mantener sus arriendos los campesinos tenían que encontrar formas de intensificar su producción frente a la de sus competidores (con los que habían convivido hasta entonces en un espíritu de cooperación como parientes y vecinos), e incluso más allá de sus necesidades y deseos.


Los que quedaban rezagados en la productividad perdían su acceso a la tierra y se enfrentaban a la muerte por inanición. Este proceso tuvo dos consecuencias principales. La primera es, llana y simplemente, una acumulación primaria que permite que los bienes comunales (la tierra, los recursos naturales, etc.) se adquieran gratis. Este proceso es esencial en la creación del superávit o beneficio capitalista. El capitalismo siempre necesita algo externo a sí mismo de lo que obtener valor sin contraprestaciones. Pero hay algo más en juego aquí, algo aún más importante, una fuerza más poderosa y dinámica. El surgimiento de la enorme capacidad productiva que caracteriza el capitalismo dependía en un primer momento del someter al ser humano a una escasez artificial. La escasez y la amenaza

del hambre impulsaron la productividad competitiva y sirvieron como motor del crecimiento. La escasez era artificial en el sentido de que no había una carencia neta de recursos: la tierra, los bosques y el agua estaban allí como siempre, pero se restringía el acceso de las personas a dichos recursos. En este sentido, la escasez se creó en el proceso de acumulación por parte de las élites. Y fue impuesto por la violencia del Estado: los levantamientos campesinos contra el proceso de parcelación se reprimían una y otra vez por la fuerza e incluso mediante masacres (Fairlie, 2009).


Michael Perelman (2000) observa que los registros históricos están repletos de comentarios

por parte de terratenientes británicos y élites que celebran el proceso de parcelación como una herramienta de mejora de la «laboriosidad» de los campesinos cuyo acceso a las antes abundantes tierras comunales les hacían proclives al ocio y la «insolencia». Merece la pena destacar algunos ejemplos notables de dicho sentir. El cuáquero John Bellers escribió en 1695: «Nuestros bosques y grandes tierras comunales hacen que los pobres que se asientan en ellos se parezcan demasiado a los indios, entorpecen la laboriosidad y son criaderos de ociosidad e insolencia».


El agricultor Arthur Young señaló en 1771 que «hay que ser idiota para no saber que las clases bajas deben ser mantenidas en la pobreza, o nunca serán laboriosas». El reverendo Joseph Townsend remachó en 1786 que «solo el hambre puede espolearles y ser un acicate para el trabajo», señalando asimismo: «La coacción legal… se aplica con demasiado esfuerzo, violencia y ruido … mientras que el hambre no es sólo la forma de presión más apacible, silenciosa e implacable, sino que es el motivo más natural que lleva a la laboriosidad

y reclama los esfuerzos más poderosos… El hambre amansará las bestias más feroces, enseñará decencia y civilidad, obediencia y sometimiento a los más brutos, obstinados, y perversos».


Patrick Coquhoun, poderoso mercader escocés, veía la pobreza como un requisito

esencial para la industrialización: «La pobreza es aquel estado y condición social en la que el individuo no tiene ningún remanente de trabajo guardado, es decir, ninguna propiedad

ni medio de subsistencia excepto el que se deriva del ejercicio constante de la laboriosidad en las distintas ocupaciones de la vida. La pobreza por lo tanto es el ingrediente más necesario e imprescindible de la sociedad; sin ella, las naciones y las comunidades no podrían existir en un estado de civilización. Es la suerte del hombre. La fuente de la riqueza, dado que, sin la pobreza, no podría haber laboriosidad, no podría haber riqueza, ni

refinamiento, ni confort, ni beneficio para los que tengan riqueza».


Fue David Hume quien en 1752 elaboró una teoría explícita sobre la «escasez»: «Siempre se observa que, en años de escasez, si no es extrema, los pobres trabajan más y viven de hecho mejor.» Este mismo proceso —la generación de escasez para producir el crecimiento capitalista— se desarrolló en buena parte del resto del mundo, a menudo de forma aún más evidente, durante el periodo de la colonización europea. A lo largo y ancho de la África Británica, los colonos se enfrentaban a lo que llamaban «La cuestión del trabajo»: cómo conseguir que los africanos trabajasen en las minas o en las plantaciones a cambio de bajos salarios en un momento en el que la esclavitud ya no era una opción. Los colonos se horrorizaban viendo que los africanos se contentaban con sus estilos de vida de subsistencia que les proporcionaban todas las tierras y el ganado que les hacía falta para vivir, y no mostraban la más mínima inclinación hacia el trabajo deslomador en las industrias europeas. Los salarios no eran lo suficientemente altos como para atraer a la mano de obra africana al

mercado laboral capitalista de forma voluntaria. Los colonos acabaron optando por la solución de expulsar por la fuerza a las personas de sus tierras (quizá el ejemplo más conocido de esto fue la Ley de Tierras de Nativos —Native Lands Act— en Sudáfrica) u obligarles a pagar impuestos en moneda europea. Cualquiera de las dos opciones dejó a la gente sin otra salida que vender su trabajo a cambio de un salario. La creación artificial de escasez significaba que para tener acceso a los medios de subsistencia, las personas tenían que participar en el coloso de la producción y el consumo en constante expansión lo que, de nuevo, ejercía presión para aumentar en paralelo un consumo que se producía en algún lugar del resto del sistema mundial.


En la India, los colonos británicos buscaron cómo conseguir que los indios sustituyesen

la agricultura de subsistencia por los cultivos comerciales para la exportación. Descubrieron que las personas no estaban dispuestas a hacer esta transición de forma voluntaria porque ya disfrutaban de medios de vida suficientes y que, incluso durante épocas de sequía, tenían sistemas robustos de ayuda mutua que aseguraban su bienestar. La política colonial, ya en los tiempos de la Compañía de las Indias Orientales (British East India Company) y luego bajo el gobierno del Raj, consistió en el desmantelamiento sistemático de los sistemas de ayuda mutua: se destruyeron graneros comunales, se privatizaron sistemas colectivos de regadío, se parcelaron tierras comunales que se utilizaban para obtener madera, pasto y caza, y se impusieron impuestos para generar deudas. Al igual que en el proceso de parcelación del Reino Unido, el propósito explícito era tener las personas a merced del hambre, obligándolas así, no sólo a participar en la agricultura comercial, sino a competir entre sí en ese sector.

Estas prácticas aumentaron la productividad agrícola, pero a costa de las vidas de las personas: dejó a los campesinos tan vulnerables a las oscilaciones del clima y los mercados que decenas de millones de personas murieron innecesariamente de hambre bajo el dominio británico, incluyendo a los 30 millones de personas que perecieron durante los últimos decenios del siglo XIX, el apogeo de la era victoriana.


El mismo proceso de parcelación y proletarización forzosa se dio una y otra vez durante el periodo de la colonización europea, tanto en los territorios bajo dominio británico como en aquellos bajo dominio español, portugués, francés y holandés. Los ejemplos son muchos más numerosos de lo que podría mencionar en este artículo. En todos estos casos, la escasez artificial fue utilizada como la palanca que impulsó la expansión capitalista.


Hoy, en nuestro mundo casi totalmente proletarizado, las personas siguen sintiendo la fuerza de la escasez bajo la forma de la amenaza permanente del desempleo. Las personas trabajadoras deben ser cada vez más disciplinadas y productivas en sus trabajos si no quieren perder su trabajo a favor de otra persona aún más productiva. Normalmente, una persona más pobre y desesperada. Pero esto conlleva una paradoja: mientras más sube la productividad, menos mano de obra se necesita para producir los mismos bienes y servicios. Como resultado, se despide a personas trabajadoras que se encuentran sin medios de subsistencia. El Estado, desesperado por reducir el desempleo y evitar una crisis política y social, debe encontrar formas de hacer que crezca la economía para crear nuevos puestos de

trabajo que permitan a las personas sobrevivir —reducir los impuestos y las regulaciones

que limitan la actividad de las empresas, proporcionar acceso a energía y materias primas baratas, facilitar el consumo basado en el endeudamiento, etc.


Conscientes de esta dinámica, las personas trabajadoras y los sindicatos se unen al coro que reclama aumento del crecimiento económico, y tienden a elegir a los políticos que más creíblemente lo prometen. La escasez, pues, crea adeptos a la ideología del crecimiento.

Incluso las personas preocupadas por el derrumbe ecológico se ven obligadas a someterse a esta lógica. Si te importa la vida de la gente, entonces has de hacer primero y ante todo un llamamiento al crecimiento, independientemente de las consecuencias ecológicas. Podremos abordar el problema del medioambiente después, una vez que todo el mundo tenga lo suficiente para vivir. Pero ese «más tarde» no existe, nunca llegará porque el problema de la escasez nunca se resuelve, pues nunca hay «lo suficiente». Cada vez que hay un amago de resolución de la escasez, esta se reproduce.


En 1930, Keynes predijo que en breve la economía se volvería tan productiva que las personas no tendrían que trabajar más de 15 horas semanales para satisfacer todas sus necesidades materiales, disponiendo así de más tiempo para el ocio. Ya hace mucho tiempo que la productividad ha sobrepasado el punto de abundancia que previó Keynes y, sin embargo, su predicción sobre el trabajo nunca ha llegado a cumplirse, porque en lugar de traducir las ganancias de productividad en jornadas laborales más cortas, salarios más altos

y garantías de trabajo, los capitalistas han captado los beneficios para sí mismos, aumentando sus ganancias mientras mantenían los salarios bajos y la amenaza del desempleo como método para mantener la disciplina de la mano de obra.


De esta forma, el capitalismo transforma incluso las ganancias más espectaculares de productividad no en abundancia y libertad humana, sino en nuevas formas artificiales de escasez. No tiene más remedio que hacerlo. Si no, corre el riesgo de cortocircuitar la máquina de la acumulación y matar la gallina de los huevos de oro.


Aquí se hace patente que el motor de la escasez es la misma desigualdad, al igual que el proceso de parcelación lo fue en otra era. En los años setenta del siglo pasado, los Estados Unidos tenía una tasa de pobreza más baja, salarios medios más altos y niveles más altos de felicidad que hoy, aunque tuviera la mitad de la renta per cápita. La diferencia se debe a una distribución de la renta más equitativa que llevaba a mejores resultados sociales. Prácticamente todos los réditos del crecimiento desde 1980 han sido acumulados por los ricos, lo que ha dejado al resto de la sociedad en un estado que sólo puede calificarse de escasez artificial. Este proceso se da en cada país que ha experimentado un aumento de la desigualdad. De hecho, se da a nivel mundial. Hoy por hoy, unos 4.200 millones de personas

—el 60% de la humanidad— viven con menos de a 7,40 dólares al día, el ingreso mínimo necesario para tener una nutrición básica y una esperanza de vida normal.

Desde 1980, la renta del 1% de la población más rica ha aumentado a un ritmo más de 100 veces mayor que la de ese 60%, y su riqueza se sitúa actualmente en 18.700 millones (World Inequality Report, 2018). Esta cantidad triplica la cantidad necesaria para que todo el mundo tenga una renta superior a los 7,40 dólares diarios. Es decir, con una transferencia de la tercera parte de la renta del 1% más rico de la población hacia los 4.200 millones de personas más pobres se pondría fin a la pobreza en el mundo de un plumazo, y ese 1% seguiría teniendo una renta per cápita anual de 175.000 dólares.


También podemos ver cómo funciona la lógica de la escasez en el plano del consumo. Los industrialistas que temen que las necesidades de las personas sean demasiado limitadas como para absorber la producción inmensa del capitalismo deben intentar crear nuevas necesidades para que el coloso no detenga su marcha. Esto se logra de distintas maneras. Por un lado, se aumentan los deseos mediante sofisticadas campañas de publicidad, presentes en todo tipo de espacio público y privado —manipulando así las emociones y la psicología de las personas para crear nuevas «necesidades» de productos que les proporcionan un sentido de autoestima, estatus social, identidad, poderío sexual, etc. que no existía antes y que, de hecho, tampoco tendría por qué existir. Por otro, se crean productos que se degradan rápidamente (como los teléfonos móviles o los ordenadores portátiles de hoy) o que se hacen obsoletos rápidamente (como el caso del auge de la moda fugaz) y que deben sustituirse más a menudo que lo que sería necesario.


Otra forma más consiste en impedir el desarrollo de bienes públicos para asegurar que las personas no tengan más opción que recurrir a alternativas privadas. Un ejemplo es el bloqueo de la construcción de redes eficaces de transporte público para asegurar que exista un flujo constante de demanda de automóviles.


Además de todo esto, una parte importante del consumo en los países muy industrializados

es impulsado por la escasez artificial del tiempo. Conforme va en aumento la presión sobre la mano de obra, el imperativo estructural de trabajar jornadas innecesariamente largas deja a las personas tan poco tiempo que deben pagar a las empresas por servicios que hubieran podido satisfacer ellos mismos, como preparar sus comidas, limpiar sus hogares o cuidar de sus hijos y de sus mayores. Mientras tanto, el estrés de la sobrecarga de trabajo alimenta la necesidad de antidepresivos, pastillas para dormir, alcohol, dietas, abonos en gimnasios, terapias matrimoniales y otras de diverso género, vacaciones lujosas, y otros productos

que de otra manera sería menos probable que las personas se inclinasen a consumir. Para pagar estos productos y servicios, las personas deben trabajar aún más para engordar sus rentas, lo que impulsa un círculo vicioso de producción y consumo innecesarios.


Todo esto revela una contradicción interesante: La ideología del capitalismo asegura que es un sistema que genera una enorme abundancia —basta pensar en todos los productos expuestos en los escaparates y en la televisión— un auténtico desfile de cacharros extraordinarios. Pero en realidad es un sistema que depende de una generación constante de escasez.


Resolver la paradoja de Lauderdale

El patrón por el que el crecimiento capitalista genera escasez fue percibido por primera vez en 1804 por James Maitland, VIII conde de Lauderdale, en su Inquiry into the Nature and Origin of Public Wealth and into the Means and Causes of its Increase (Investigación sobre la naturaleza y el origen de la riqueza pública y sobre los medios y causas de su incremento). Maitland introdujo lo que se llegó a conocer como la «Paradoja de Lauderdale», señalando que hay una correlación inversa entre la «riqueza privada» y la «riqueza pública», de tal forma que un aumento de la primera, solo puede darse a costa de la disminución de la segunda.

«La riqueza pública», escribió Maitland, «puede definirse con exactitud como todo lo que el hombre desea, como algo que le es útil o con lo que se deleita». Es decir, la riqueza pública comprende bienes que tienen un valor de uso intrínseco incluso cuando son abundantes, entre ellos el aire, el agua y los alimentos. En cambio, las riquezas privadas comprenden «todo lo que el hombre desea como algo que le es útil o con lo que se deleita y que existe en un grado de escasez». O sea que Maitland intentaba explicar cómo la riqueza privada depende de que los bienes tengan un valor de intercambio que aumenta proporcionalmente a su escasez. A modo de ejemplo, señaló que si se llegaba a parcelar un recurso abundante como el agua y establecer un monopolio sobre él, alguien podría cobrar por acceder a ése recurso y por lo tanto aumentar su riqueza particular. Esto, a su vez aumentaría lo que Maitland llamaba la «suma total de riquezas particulares», lo que hoy llamamos el PIB. Pero dicho aumento de las riquezas particulares o del PIB solo puede lograrse mediante una restricción de lo que antes era abundante y libre.


Maitland reconoció que esto ocurría durante el proceso de colonización europea. No llegó a teorizar sobre el proceso de parcelación (a diferencia de Henry George y Karl Marx, que lo harían un poco más avanzado el sigloXIX), pero sí señaló que los colonizadores a menudo recurrían a la quema de árboles frutales para que los habitantes autóctonos no pudiesen sostenerse con la abundancia natural de la tierra y se viesen obligados a trabajar a cambio de salarios y comprar alimentos a los europeos para poder comer. Para favorecer las riquezas particulares y el PIB, había que hacer escaso lo que antes era abundante y gratis. El ejemplo paradigmático de todo esto fue el impuesto sobre la sal que el Raj británico impuso en India. La sal era abundante y gratis en todas las costas de India, pero los británicos prohibieron su aprovechamiento y gravaron su consumo para crear lo que llegó a ser un caudal importante de ingresos para el gobierno colonial. La abolición de la riqueza pública generó riquezas privadas.

Se puede observar este mismo proceso hoy en los continuos procesos de privatización —de la educación, la sanidad, el transporte, las bibliotecas, los parques, las piscinas, el agua y hasta la seguridad social— que se han desencadenado en todo el mundo desde 1980. En un momento en el que la globalización ha completado su recorrido, se han desmantelado las protecciones comerciales en todo el planeta, los salarios están todo lo bajos que razonablemente pueden llegar a ser, y los mercados de consumo están cada vez más saturados, el crecimiento continuo requiere ahora lo que David Harvey (2003) ha llamado acumulación mediante el desposeimiento, o sea, la parcelación de lo que queda de las reservas de riqueza pública. Los bienes sociales están amenazados, pues deben convertirse en escasos en pro del crecimiento del PIB.. Hay que hacer pagar a las personas por los bienes a los que antes accedían sin coste. Para pagar esos bienes lógicamente tendrán que trabajar más, lo que genera presiones para competir entre sí para ser aún más productivos. Toda esta presión, de nuevo, se justifica para poder aumentar el PIB . De hecho, la obsesión de nuestra sociedad con el crecimiento del PIB como objetivo principal de las políticas públicas revela hasta qué punto la paradoja de Lauderdale está considerada como el sentido común de la política, triunfo último del proceso de parcelación: el crecimiento de la riqueza privada particular se equipara al mismísimo Progreso. Mientras tanto, conveniente y elocuentemente, no existe ningún indicador que cartografíe el derrumbe concomitante de la

riqueza pública.


Dicha lógica llega a su apogeo en la visión contemporánea de la austeridad, que se desplegó en Europa tras la crisis financiera de 2008. ¿Qué es, en realidad, la austeridad? Se trata de un intento desesperado de volver a poner en marcha los motores del crecimiento mediante tijeretazos en la inversión en bienes sociales y salvaguardas del bienestar —todo, desde los subsidios de calefacción para las personas mayores hasta los subsidios de desempleo pasando por los salarios en el sector público. Se van recortando los bienes colectivos para que las personas demasiado «cómodas» o «perezosas» vean cernirse de nuevo sobre ellos la amenaza del hambre y tengan que aumentar su productividad si quieren sobrevivir.


Esta lógica se emplea abiertamente, como en los mencionados escritos de John Bellers y David Hume. Durante el Gobierno del primer ministro británico David Cameron y su ministro de Finanzas George Osborne, se recortaron de forma explícita las prestaciones sociales para que los «gorrones» trabajaran más y fueran más productivos (lo llamaron «workfare», subsidios a desempleados a cambio de prestaciones de trabajo). Como ya señaló Maitland, hay que crear escasez para que haya crecimiento. En la lógica de la austeridad, la escasez y el crecimiento surgen como dos caras de una misma moneda, al igual que en la época

de la parcelación.


Hoy se añade otro elemento nuevo a esta dinámica y ya se ven los efectos de la paradoja de Lauderdale en el proceso del derrumbe ecológico a escala planetaria que se desarrolla ante nuestros ojos. Desde los años 50 del siglo pasado, ha habido un aumento extraordinario del PIB global (a menudo denominado «Gran Aceleración»). Pero teniendo en cuenta el estrecho acoplamiento entre el PIB y la producción y consumo de materia y energía, dicho crecimiento de la «riqueza privada» se ha producido a expensas de un agotamiento igualmente extraordinario del mundo vivo. La mayoría de los bosques tropicales del planeta han sido destruidos, buena parte del suelo agrícola está degradado, el ritmo de extinción de las especies ya es 1.000 veces más rápido que el ritmo natural antes de la revolución industrial. Mientras tanto, las emisiones de CO2 han llevado a un cambio en el clima, a la acidificación de los océanos, a la desestabilización de los ecosistemas terrestres y marinos y a la puesta en riesgo de las cadenas tróficas. Este es el precio sin parangón de tantos años de expolio del valor «sin coste» de la naturaleza. Al desestabilizar la bioesfera de la que depende la vida humana, se hace patente que la riqueza pública más grande de todas —la integridad de la bioesfera del planeta— se ha sacrificado en nombre de la riqueza privada.


Entonces ¿qué pasará? ¿Cómo resolverá el capitalismo esta crisis? Esto nos lleva a un punto importante; se podría decir que para contrarrestar el derrumbe ecológico no hace falta más que establecer techos en las emisiones y en nuestro uso de materia y reducirlos a niveles sostenibles, muy en la línea con el modelo de decrecimiento propuesto por el IPCC que he descrito anteriormente. Algunos insisten en que, una vez que lo hagamos, el PIB podrá seguir creciendo indefinidamente al tiempo que se recupera la bioesfera.


Pero, prohibidas las emisiones y limitado el uso de la materia ¿de dónde obtendrá el capitalismo sus insumos a coste cero si no es de los combustibles fósiles y de la naturaleza? Tendrá que recurrir a la otra fuente principal de valor: la mano de obra humana. Podemos esperar pues, que en un estado de emergencia climática, el capitalismo busque el recimiento mediante nuevas formas de explotación de las personas trabajadoras.


Algunos economistas progresistas, como Dean Baker (2018), insisten en que el crecimiento continuado no tiene por qué ser tan voraz. Baker asegura que podemos reducir los flujos de materia y energía y a la vez proteger los derechos laborales (algo que establecería unos límites sobre las dos fuentes de valor que alimentan el capitalismo), y aún así seguir creciendo. No hay ninguna razón, dice, por la que el nuevo valor no pueda ser puramente inmaterial.


Hay buenas razones para creer que Baker se equivoca en esta premisa. Como el crecimiento capitalista ha ido de la mano a lo largo de toda su historia de los flujos de materia y energía (incluso durante la transición a una economía de servicios en el Norte Global) imaginar

que el PIB pueda seguir creciendo mientras la producción y el consumo bajan es ir en contra de toda la evidencia disponible y, de hecho, supone imaginar un modelo económico completamente diferente, una economía que nunca antes ha existido.


Si vamos a imaginar una economía que es nueva por completo ¿por qué no imaginar una economía sin crecimiento? Esto nos lleva al quid de la cuestión.


El problema en última instancia no es el crecimiento de la producción y el consumo. El problema es el imperativo mismo del crecimiento. Para ilustrarlo, se puede imaginar que en una economía en la que debe haber crecimiento a pesar de la contención de los flujos de materia, y en la que por lo tanto todo el nuevo valor creado ha de ser inmaterial, el capital buscaría la parcelación de los bienes comunes inmateriales que actualmente son abundantes y gratis (conocimiento, canciones, espacios verdes, quizá incluso la paternidad y la maternidad, el contacto físico, el amor y quizá hasta el mismo aire) para vendérselos a las personas a cambio de dinero. Sometidos a estas nuevas olas de escasez artificial, las personas se verían obligadas a trabajar y ganar un salario en los nuevos sectores inmateriales simplemente para adquirir los bienes inmateriales que antes estaban disponibles sin coste. Puede que sea una economía ecológica, pero es una economía que no tiene ningún sentido, en la que ninguna persona querría vivir. El porqué de este ejercicio imaginario es el de ilustrar que mientras una contención en la producción y el consumo podría crear las condiciones para una economía ecológica y de hecho llevar a una reducción en los flujos de de materia

y energía, no neutraliza la violencia subyacente del coloso, que es la misma lógica del crecimiento. Dicho cambio podría considerarse apropiado en un sentido pragmático, pero es insatisfactorio desde el punto de vista intelectual.


La única forma de resolver la Paradoja de Lauderdale es dándole la vuelta, reorganizando

la economía en torno a la generación de una abundancia de riqueza pública incluso si tiene que hacerse a costa de la riqueza privada. Esto liberaría a los seres humanos de las presiones infligidas por la escasez artificial, neutralizando así al coloso y rescatando el mundo de los vivos de sus garras.


La teoría de la abundancia radical

¿Qué forma podría tomar? Volvamos al ejemplo del inicio: el mercado de viviendas de Londres. Imaginemos la desmercantilización de solo de una parte de ese mercado. Pensemos, por ejemplo, que el Gobierno fijara un techo para el precio de la vivienda equivalente a la mitad de su nivel actual. Los precios seguirían siendo absurdamente altos, pero de repente, los londinenses podrían trabajar y ganar bastante menos sin perder nada de su calidad de vida. De hecho, ganarían en el sentido de que tendrían más tiempo para pasar tiempo con sus amigos y familiares, para las actividades que les gustan, mejoras en su salud y bienestar mental, etc.


Al no tener tanta necesidad de trabajar, contribuirían menos a la sobreproducción, aliviando así las presiones concomitantes de consumo innecesario. Lo mismo podría aplicarse a todos los bienes colectivos que o bien se han hecho artificialmente escasos o que sería más sencillo gestionar como bienes colectivos. En este caso, no pienso únicamente en la salud y la educación, que están bastante ampliamente reconocidas como bienes públicos en la mayoría de las democracias sociales, sino también en otros bienes esenciales para el bienestar de las personas, como Internet, la vivienda y el transporte público, en la línea de la visión de los servicios básicos universales (Universal Basic Services) esbozados por profesores del University College of London (igp, 2017). Además, las nuevas empresas de «servicios públicos» como Uber y AirBnb podrían pasar a manos públicas, o se podrían crear alternativas públicas a las mismas, permitiendo así la creación de una «plataforma de bienes colectivos» que permitiría a las personas intercambiar sus recursos materiales (automóviles, viviendas) sin tener que pagar cantidades exorbitantes e innecesarias a monopolios privados.

Tambiénpodría considerarse un bien común el empleo. De hecho, sería de crítica importancia

instaurar una semana laboral más corta con garantía de trabajo y salario digno, además de aprobar una legislación que asegurase que todas las ganancias en productividad produzcan un beneficio recíproco a los trabajadores en forma de salarios más altos y jornadas más cortas.


Por otro lado, la prohibición de la publicidad en espacios públicos supondría re-apropiarnos de nuestras calles (y de nuestro espacio mental) como bien común y liberarnos de la sensación de escasez que provoca. Al des-parcelar y expandir lo común, y al repartir las rentas existentes de forma más justa, podremos conseguir que las personas accedan a bienes que necesitan para vivir bien sin que haga falta tener un alto nivel de ingresos. Las personas podrían trabajar menos sin ninguna pérdida de su calidad de vida. Se reduciría

la producción de cosas innecesarias y consecuentemente habría menos presión innecesaria para consumir. Mientras tanto, con más tiempo libre, las personas podrían divertirse, disfrutar de la compañía de los suyos, cooperar con sus vecinos, cuidar a sus amigos y sus familiares, cocinar comida sana, hacer ejercicio y disfrutar de la naturaleza. Así los actuales patrones de consumo impulsados por la escasez de tiempo se volverían innecesarios. Además, las posibilidades de aprender y desarrollar nuevas aptitudes como por ejemplo la música, el cultivo de alimentos o la elaboración de muebles fomentaría la autosuficiencia local.


Liberados del yugo de la escasez artificial, se esfumaría el imperativo de competir

para ser cada vez más productivos. Ya no tendríamos que alimentar el crecimiento constante del coloso de la producción, el consumo y destrucción ecológica. Sí, como resultado la economía produciría menos. Pero también requeriría mucho menos. Sería más pequeña, y sin embargo mucho más abundante. Podrían disminuir la riqueza privada (el PIB), reduciendo así las rentas de las multinacionales y las personas extremadamente ricas. Pero la riqueza pública aumentaría mejorando significativamente la vida de la gran mayoría de la población.

De repente, surge una nueva paradoja: la abundancia se revela como antídoto al crecimiento.


Queda claro que si la austeridad representa el apogeo de la Paradoja de Lauderdale en la que la riqueza pública se sacrifica para generar riquezas particulares, el decrecimiento representa todo lo contrario. Esto es muy importante. Algunos han intentado desacreditar el decrecimiento como una nueva versión de la austeridad, ahora promovida por la izquierda en lugar de por la derecha, como una manifestación extrema de medioambientalistas de la vieja escuela que quieren obligar a todo el mundo a vivir vidas espantosas. Pero lo cierto es

que es exactamente lo contrario. Mientras la austeridad llama a la escasez para generar más crecimiento, el decrecimiento llama a la abundancia para hacer que el crecimiento deje de ser necesario. Por lo tanto, la abundancia es la solución a nuestra crisis ecológica. Para evitar una catástrofe climática el movimiento ambientalista del siglo XXI ha de articular una nueva demanda: la demanda de la abundancia radical.


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