Por Serge LATOUCHE
La pandemia nos obliga a pensar. Estamos ante un indicador fuerte de las patologías de nuestra sociedad de crecimiento, productivista y consumista. Pero, ¿es algo sin precedentes? Ciertamente no, ni como pandemia ni siquiera por su gravedad. Lo que no tiene precedentes es la escala de las formas de contención adoptadas y que han afectado a más de 3.000 millones de personas y, en menor medida, a la velocidad real e incluso más imaginaria de la propagación del acontecimiento. La actividad humana está o ha estado suspendida en casi todo el planeta. Y sin embargo, hasta cierto punto, aquellos que al principio señalaron la naturaleza relativamente benigna de la covid no estaban del todo equivocados. Por el momento, no es el fin del mundo.
Las estadísticas de muertos y afectados si no se ponen en perspectiva contribuyen a crear una psicosis apocalíptica. Hay que recordar que la gripe común sigue causando más de 150 muertes diarias en Francia desde hace meses, por no hablar de los accidentes de carretera, que causan cada año alrededor de 1,3 millones de muertos en el mundo, sin que se haya pensado en prohibir el tráfico. Parece que otras pandemias más o menos recientes han tenido mayor impacto. La gripe de Hong Kong, que hizo estragos entre 1968 y 1970, causó 40.000 muertes en Francia y un millón en todo el mundo y pasó casi desapercibida. Esto cuestiona las causas del alcance mediático y político de la actual.
El aumento del rechazo a la muerte se refleja en la complicidad implícita entre el poder médico, el gubernamental y la opinión pública. La autoridad del discurso médico y científico, ampliamente difundido por los medios y aclamado por la opinión pública, a pesar de sus contradicciones, se ha convertido en una fuerza coercitiva para los jefes de Estado y al mismo tiempo sirve de garantía para los abusos dictatoriales. Algunas autoridades médicas incluso superan a quienes promulgan las medidas más restrictivas y represivas, desafiando las libertades.
Es una regresión de la ‘economía a toda costa’ de la sociedad en crecimiento a la ‘salud a toda costa’ de la primera modernidad, después de las guerras de religión. Entre los dos polos complementarios y antagónicos, el ‘mercado de valores’, de Locke, para quien el contrato social tiene por objeto el enriquecimiento en un Estado de derecho, y la ‘vida’, bien representada por Hobbes, para quien hay que abdicar de los derechos naturales en favor de un Leviatán tutelar que solo garantiza la supervivencia y la seguridad, el cursor se ha desplazado hacia el segundo: para escapar de la muerte, no importa el precio de renunciar a las libertades, e incluso si significa sacrificar parte de la economía.
La crisis revela la extraordinaria fragilidad de nuestras sociedades. Cuanto más desarrolla la sociedad de crecimiento su poder técnico, más frágil se vuelve. El triunfo de las políticas neoliberales y la austeridad han desmantelado en gran medida el Estado de bienestar y los sistemas de salud en favor del sector privado y de la lógica de la rentabilidad. Como resultado, hemos tenido que enfrentarnos a esta pandemia con un personal de atención de la salud insuficiente y escasez de equipos de protección, camas de hospital y medicamentos esenciales. Ahora, por muy criminal que sea el escándalo de las políticas aplicadas y la sordera de los poderes públicos ante las señales de alarma, no debemos cegarnos ante la contraproductividad de la medicina moderna. Como ha analizado Iván Illich, la medicina moderna suele ser ‘iatrogénica’ y constituye un abismo financiero; provoca enfermedades nosocomiales y la disminución de las barreras inmunitarias como consecuencia del abuso de los medicamentos...
La crisis del Estado social también tiene fundamentos muy reales. El gasto en salud, en la lógica de la medicina avanzada, tiende a volverse exponencial e inmanejable, sin mencionar el escándalo de los precios cobrados por las compañías farmacéuticas. El presupuesto de la Seguridad Social ya es insuficiente. Debe tratarse la patología social en lugar de sus efectos cada vez mayores sobre la salud de los ciudadanos. Sería más eficaz remediar los efectos negativos de la sociedad del crecimiento mediante una ruptura radical que mediante una precipitación técnica. El programa de decrecimiento aboga por una reorientación de la investigación científica, en particular en la esfera médica y el desarrollo de la medicina alternativa y ambiental a nivel local.
La socialidad elemental –saludarse con un apretón de manos, besarse– se suprime en favor de un triunfo de lo virtual. En el pasado, el manejo de las pandemias llevó a la cuarentena, pero nunca a la desaparición del encuentro real del otro. Las objeciones sobre los peligros de la exposición prolongada de los niños a las pantallas se ven barridas por la necesidad de mantener la educación escolar, por no hablar de la de entretener a las familias hacinadas y enclaustradas en espacios reducidos. Las cuotas de mercado del mundo digital, en detrimento de la economía real, ya sean librerías que se enfrentan a Amazon o tiendas y mercados locales en beneficio de las ventas en línea de los minoristas masivos, el teletrabajo, las consultas médicas a través de Internet, etc., están aumentando de manera en gran medida irreversible. En este punto, al menos, nada volverá a ser lo mismo.
Asistimos a lo que Lovelock llamó ‘la venganza de Gaia’. Hemos declarado la guerra a la naturaleza, en lugar de vivir en ella en armonía con ella. Reacciona para defenderse y, en vez de dar marcha atrás, lanzamos una nueva ofensiva. Esta actitud guerrera es detestable y contraproducente.
Nada será igual que antes, dicen las voces autorizadas, políticas, intelectuales e incluso económicas. Solo pedimos creerlo, pero aun así... La razón nos ordena cambiar de rumbo. ¿Veremos los prolegómenos de esta sociedad frugal de la abundancia que reclamamos para evitar un colapso irreversible o incluso la desaparición de la humanidad? ¿Será suficiente para provocar la ruptura necesaria?
Se producirán algunos pequeños cambios. Habrá una pequeña dosis de proteccionismo con una cierta reubicación de las farmacéuticas, un cambio en las reglas de monetarias de Europa e incluso un relativo retorno al intervencionismo estatal. Sin embargo, la renuncia a las políticas neoliberales, que solo podemos acoger con satisfacción, corre el riesgo de ser solo temporal. La necesaria ‘metanoia’, el cuestionamiento de los fundamentos de nuestras sociedades, queda por hacer. El cortoplacismo seguirá prevaleciendo. La renuncia a la religión de la economía y el crecimiento no está todavía en la agenda. Es poco probable que la pandemia sea suficiente para superar la inercia de un sistema que combina los intereses de los poderosos con la complicidad pasiva de sus víctimas. ¿Y si hubiera un colapso de la economía mundial? No es imposible, pero es poco probable. Los gobiernos han aprendido ya varias lecciones. Son capaces de intervenir en los mercados. Mantengamos viva la nostalgia, sin embargo, para alimentar la esperanza del necesario cambio radical que conlleva el proyecto de decrecimiento.
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