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  • Foto del escritorREVOLUCIÓN ecoSOCIAL

El inevitable colapso de la civilización industrial

Extraído del libro 'En la espiral de la energía' de Ramón FERNÁNDEZ DURÁN y Luis GONZÁLEZ REYES




La vulnerabilidad del capitalismo fosilista global

El sistema socioeconómico actual tiene elementos de resiliencia importantes. Uno es que la alta conectividad aumenta la capacidad de responder rápido ante los desafíos. Por ejemplo, si falla la cosecha en una región, el suministro alimentario se puede garantizar desde otro lugar del planeta (si es que interesa) y lo mismo se podría decir de una parte sustancial del sistema industrial. Otra muestra de la resiliencia es el desplazamiento del riesgo a otros lugares fuera de los espacios centrales y del momento actual mediante la ingeniería financiera. Sin embargo, la conectividad también incrementa la vulnerabilidad del sistema, ya que, a partir de un umbral, no se pueden afrontar los desafíos y el colapso de distintas partes afecta al conjunto. El sistema funciona como un todo interdependiente y no como partes aisladas que puedan sobrevivir solas (EEUU, UE, China). A partir de un elemento cualquiera, como la falta de accesibilidad a gas y petróleo, esta carencia se transmite al conjunto (figura 9.3). En este sentido, demasiadas interconexiones entre sistemas inestables pueden producir por sí mismas una cascada de fallos sistémicos.


Además, una mayor conectividad implica que hay más nodos en los que se puede desencadenar el colapso. A esto se añade que el sistema económico altamente tecnologizado depende cada vez de más materiales, de forma que la posibilidad de que falle uno de ellos aumenta y, con ello, el riesgo sistémico. Esto es una aplicación de la ley del mínimo de Liebig, según la cual el recurso disponible en menor cantidad determina todo lo demás. Finalmente, ya no existe un “afuera” del sistema-mundo, el mundo está “lleno”, por lo que no hay posibilidad de migrar ni de recibir ayuda de otros sitios. Pero el capitalismo global no solo está interconectado, sino que es una red con unos pocos nodos centrales. El colapso de alguno de ellos sería casi imposible de subsanar y se transmitiría al resto del sistema. Algunos ejemplos son: i) Todo el entramado económico depende de la creación de dinero (crédito) por los bancos, en concreto de aquellos que son “demasiado grandes para caer”. Además, el sistema bancario se ha hecho más opaco y, por lo tanto, más vulnerable con la primacía del mercado en la sombra. ii) La producción en cadenas globales dominadas por unas pocas multinacionales hace que la economía dependa del mercado mundial. Estas cadenas funcionan just in time (con poco almacenaje), son fuertemente dependientes del crédito, de la energía barata y de muchos materiales distintos. iii) Las ciudades son espacios de alta vulnerabilidad por su dependencia de todo tipo de recursos externos que solo pueden adquirir gracias a grandes cantidades de energía concentrada y a un sistema económico que permita la succión de riqueza. Pero, a su vez, son un agente clave de todo el entramado tecnológico, social y económico.


En esta maraña interconectada, el colapso no tendrá una única causa, sino que se producirá por la incapacidad del sistema de solventar una multiplicación de desafíos en distintos planos en una situación de falta de resiliencia: colapsos de Estados, crisis monetarias y financieras, bloqueo de infraestructuras (caída de la red eléctrica, huelga en el transporte), alzas en los precios de la energía o de determinados materiales, etc. El colapso se da en situaciones de altos niveles de estrés en distintos planos del sistema. Esto fue lo que le sucedió al Imperio romano y a la civilización maya. Por lo tanto, la conectividad jerarquizada es un elemento intrínseco del capitalismo fosilista globalizado que lo hace más vulnerable, aunque no es la única causa de esta vulnerabilidad. Una segunda es la velocidad. En una sociedad capitalista, el beneficio a corto plazo es lo primero. Y estos beneficios se evalúan en tiempos cada vez menores: año, trimestre, semana, día, hora. Esto implica que la capacidad de previsión y de proyección futura sea poca. Además, el capitalismo necesita crecer de forma acelerada. Un tercer elemento de debilidad es que la sociedad capitalista globalizada se ha convertido en una potente extractora de recursos del planeta, eliminando el colchón con el que afrontar los desafíos que tiene por delante. Bajo esta mirada, las sociedades del pasado eran mucho menos vulnerables a un cambio climático y, sin embargo, este fue el detonante de fuertes transformaciones. A esto se suma la ley de rendimientos decrecientes, que se ejemplifica en que la TRE de los combustibles fósiles no convencionales y las fuentes alternativas se sitúan dentro del “precipicio energético”, por debajo de 10:142, haciendo imposible como veremos el sostenimiento de la complejidad actual. No solo faltan recursos, sino también diversidad de opciones que potencialmente puedan esquivar el colapso. En la historia de la vida, la aparición de formas más complejas no ha conllevado la desaparición de las formas más simples, sino que se ha producido una reacomodación simbiótica (desde la perspectiva macro). Esto ha permitido a los sistemas tener más resiliencia. Sin embargo, en las sociedades dominadoras (y más en el capitalismo), el incremento de complejidad ha destruido las formas menos complejas, perdiéndose diversidad cultural y biológica. La probabilidad del colapso también depende de las tecnologías que se utilicen. Por ejemplo, una tormenta solar no produciría efectos en una sociedad agraria y, en cambio, sería devastadora en una sociedad hipertecnificada, al afectar a los sistemas de comunicación vía satélite y a los aparatos electrónicos. Así, la caída del sistema eléctrico será desastrosa. Una gran estratificación social genera un incremento de las tensiones y ha estado detrás de fuertes cambios sociales. En muchas ocasiones, los conflictos de clase son también conflictos ambientales, pues la explotación del entorno y del ser humano han corrido en paralelo. A esto hay que añadir que, en las sociedades desiguales, la preservación del statu quo absorbe casi todos los esfuerzos de las élites. Por último, no hay tiempo para una transición ordenada que pueda esquivar el colapso. Como vimos, solo el cambio de la matriz energética conlleva décadas en un escenario de disponibilidad energética al alza y ni siquiera se dan las condiciones políticas ni culturales. Además, esto es extremadamente complejo. Al igual que indicamos al abordar la aparición de la agricultura y el Estado, el capitalismo fosilista marcó un punto de casi no retorno. Una vez asentado un modo de vida urbano, una economía mundializada, un consumo material en aumento y un tamaño poblacional alto, desengancharse del consumo energético que conllevan requiere un gran cambio civilizatorio. Ante todo esto, se plantea (más con el corazón que con el cerebro) que el intelecto humano será capaz de esquivar el colapso. Para ello, una de las herramientas principales serán los avances tecnológicos. Pero ya hemos mostrado la inviabilidad de esta opción. El cerebro humano tiene limitaciones para comprender lo sistémico, lo remoto y lo lento (Doyle, 1997; Sterman y Sweeny, 2002; Sweeny y Sterman, 2007; Homer-Dixon, 2008; Heras y Meira, 2016) y aún más las evoluciones exponenciales (Cembranos, 2015), lo cual no quiere decir que no pueda intuirlas y comprenderlas rudimentariamente. Además, los seres humanos reaccionan adecuadamente cuando el límite a partir del cual un comportamiento seguro se torna en peligroso está bien definido, incluso aunque los riesgos no lo estén (Barret, 2016); pero el colapso de la civilización industrial está plagado de umbrales de difícil definición. Así, se entrará en situaciones de no retorno sin notarlo y, cuando esto suceda, los cambios serán rápidos e imparables. La dificultad humana con los procesos lentos parte de que el sistema nervioso, ante un peligro repentino, incita a la defensa o a escapar, pero no tiene buena preparación ante una amenaza que se desarrolla despacio (Cembranos, 2015). El colapso de una civilización dura muchas décadas y la reducción es bastante paulatina para la percepción humana, aunque en términos históricos sea rápida. Al principio, las señales son difíciles de percibir para la mayoría de la sociedad; después, se tiende a pensar que cualquier periodo de estabilidad significa que el colapso se ha detenido; finalmente, cuando se acumula la degradación social, este es el estado que se percibe como “natural”. Una prueba histórica de esta incapacidad de las sociedades humanas es que muy pocas, o quizá ninguna, han sido conscientes de que entraban en una crisis civilizatoria. Los grandes cambios en los sistemas socioeconómicos son considerados como tales retrospectivamente. En el caso del Imperio romano, la población no pareció ser consciente de todo el proceso. Sí de las derrotas militares, pero no de la situación de fondo.


A la hora de tomar decisiones, el ser humano es capaz de integrar una gran cantidad de información y de hacerlo de manera dinámica. Pero su pensamiento tiende a descartar la que es contraria a su tesis principal y a sus deseos. Además, una forma de validación clave de cuáles son las ideas adecuadas es el pasado, de forma que las que encajan con cómo sucedieron las cosas en otras ocasiones es más probable que sean las que se adopten (Glöckner, 2016). Este es un problema de primer orden en un escenario de colapso, que por definición es fluido y en el que se van a producir fuertes cambios. A esto se añade que en la sociedad de la imagen y el entretenimiento se moldea un pensamiento simple, y la información sobre el colapso es borrosa, incierta y contradictoria. También que la desproporción entre la magnitud del problema y la capacidad de actuación individual genera impotencia. Y que el ser humano recuerda más los aciertos que los fracasos (Cembranos, 2015; Heras y Meira, 2016), por lo que los colapsos pasados se olvidan. Además, el capitalismo ha sabido convertir en consumismo la atracción humana por la novedad (Duhaime, 2017). Otra dificultad es que las sociedades capitalistas son fuertemente individualistas. En sociedades atomizadas, la adopción de conductas costosas es más difícil, pues la posibilidad de que algunas partes no las lleven a cabo es alta y, por tanto, la probabilidad de éxito es menor. Esa necesidad de confiar en otras personas desincentiva poner en marcha las medidas al conjunto de la sociedad. Como desarrollaremos más adelante, más allá de sus limitadas capacidades intelectuales, el ser humano no se mueve solo por la razón, ni siquiera primordialmente. Antes están las emociones. Por ejemplo, se tiende a no actuar si esto conlleva un perjuicio al núcleo afectivo a corto plazo. Como las emociones priman, las respuestas rápidas (en muchos casos una recompensa inmediata o un peligro inminente) movilizan más que otras desplazadas en el tiempo. Además, el ser humano tiene un rechazo innato a lo que le causa desazón, lo que le lleva incluso al bloqueo de la percepción de lo que está sucediendo; y la transición hacia una sociedad menos compleja que use mucha menos energía no es una situación a priori deseable. A esto se añadiría la pereza y la abulia cuando no se encuentra el sentido en la acción. Pero, aun en los casos en los que sí se ha producido una respuesta, esta ha adolecido de una mirada a largo plazo, especialmente en las sociedades fuera del estado estacionario. Estas han adoptado “soluciones” para los problemas del presente desplazando estos al futuro. Así sucedió con la Revolución Industrial. El final de este comportamiento es que los problemas son de tal magnitud que la única solución es el colapso del sistema. Finalmente, el colapso puede llegar a ser deseado por amplias capas sociales, pues supondría dejar la pesada y creciente carga material, energética y económica de sostener la complejidad. En contraposición, las élites sí tendrán una pérdida neta y, para evitarlo, proyectarán la imagen del desastre para todo el mundo con el colapso.


El colapso caótico y profundo como la opción más probable

Ante la Crisis Global, aparecen cuatro opciones teóricas que ya apuntamos para los sistemas complejos: que se quede todo en una crisis, realizar un salto adelante, colapso ordenado o caótico. Ahora las vamos a analizar para el capitalismo global. La primera es que la Crisis Global no devenga en un cambio sistémico y se quede en una crisis. Podría ocurrir algo como lo que vimos en la China imperial, en la que los recursos disponibles tenían una tasa de recuperación rápida, principalmente por la sostenibilidad de la agricultura, porque la base del trabajo era humana y animal, y porque las infraestructuras podían servir como cantera de nuevos recursos. Esto permitía que, tras los periodos de crisis, viniesen nuevos momentos de expansión. En realidad, las crisis chinas no procedían de un agotamiento de los recursos, sino de un sobreuso moderado que podía volver con cierta facilidad a tasas sostenibles. Ninguna de las condiciones que permitieron a China sortear el colapso se cumplen hoy en día, especialmente porque el nivel de extralimitación en el uso de recursos es muy acusado y la degradación ambiental muy profunda. La segunda opción sería realizar un salto adelante. Por ejemplo, al principio de la Revolución Industrial, Inglaterra estaba frente a un problema de límite de recursos (madera). Sin embargo, no sufrió un colapso, sino que realizó una impresionante progresión: sustituyó la madera por el carbón, lo que le permitió además expandir la succión de recursos a muchos más territorios. Hacer esto hoy implicaría cambios de organización a nivel social y, sobre todo, un consumo mayor y más intensivo. Pero esto es imposible, especialmente desde el plano material y energético, pero también desde la perspectiva económica. Por lo tanto, la única forma de evitar el colapso caótico del capitalismo global es reducir la complejidad de forma ordenada. Sería algo parecido a un decrecimiento justo (Herrero y González Reyes, 2011; González Reyes, 2012b). Pero creemos que esto no se va a dar por múltiples motivos en los que entramos a continuación. No hay ejemplos históricos de algo similar en sociedades dominadoras y los que más se podrían acercar, como el fuerte descenso en EEUU y Reino Unido del consumo energético de sus poblaciones durante la II Guerra Mundial de forma planificada y en gran medida voluntaria, no les hizo más resilientes, pues supuso un incremento de las extralimitaciones: los ahorros domésticos se destinaron, con creces, a la guerra. De forma recurrente, las sociedades dominadoras han sido incapaces de abordar las causas últimas de las crisis sistémicas. La opción de las élites está siendo el business as usual, con un tono verde, violeta o de inclusividad, en el mejor de los casos; no en vano el decrecimiento justo implicaría un desmontaje y abandono de gran parte de la infraestructura construida (del capital físico), y de los medios de reproducción del capital (financieros y productivos, sobre todo los globalizados). Este intento de mantener las políticas propias de la fase de crecimiento (potenciación de la gran escala, urbanización, velocidad, especialización, competición), en lugar de otras más adecuadas a esta coyuntura (reducción, ruralización, eficiencia, cooperación), está produciendo un deterioro aún mayor de las condiciones sociales, institucionales y ambientales, y haciendo más inevitable el colapso brusco. Los factores que explican por qué los poderes públicos son un lastre para un decrecimiento justo son varios: i) El principal elemento es que no existe un poder político autónomo del económico. De este núcleo duro de capitalistas dependen los privilegios de todos/as. Una transición demasiado temprana hacia nuevas fuentes de energía degradaría su actual posición geopolítica, pues no hay ninguna fuente energética comparable al oro negro. ii) El sistema está basado en la búsqueda del beneficio individual, padre de la corrupción. iii) Un trabajo de anticipación bien hecho tiene poca visibilidad, porque los problemas no suceden y esto tiene poco rédito político. iv) Es más, en los tiempos de abundancia energética resultaba más rentable crear problemas y luego corregirlos. v) El grueso de la clase dirigente tiene un desconocimiento profundo de los problemas y, mayor aun, de las causas. vi) También hay elementos psicológicos, como la falta de deseo de ejecutar cambios radicales. vii) Por último, para que tenga éxito un aterrizaje tranquilo, debe estructurarse un compromiso gubernamental internacional sin precedentes. Están lejos de darse las condiciones para ello, lo que desincentiva que se impulse. Por otra parte, ya mostramos la debilidad de los movimientos sociales respecto al poder de las élites. Una debilidad que es todavía mayor si enfocamos su limitada capacidad y deseo de afrontar un descenso en el consumo material y energético. Esta debilidad de la movilización social tiene como reverso la sensación de invulnerabilidad en las élites y, en paralelo, la percepción acrecentada de falta de poder por las clases populares, volviendo más difícil la articulación antagonista. Esta carencia no es previsible que se solvente a corto plazo: i) Probablemente, las interrelaciones de todo el sistema no se mostrarán al gran público y se seguirá presentando cada problema de forma aislada y con una solución parcial. ii) La penalización de la cooperación en las sociedades capitalistas, frente a la gratificación de la competitividad. iii) Las “clases medias” y una parte sustancial de la población más explotada se han sumado (o las han sumado) al mito del progreso. iv) Pero el principal problema es que el grueso de la población carece de autonomía. La principal razón de ello es que en el capitalismo las personas han perdido su capacidad de producir los bienes imprescindibles para sobrevivir y deben adquirirlos en el mercado, para lo que necesitan dinero. Esto produce que no tengan otro remedio que encontrar un empleo para sobrevivir. Y, para que existan empleos (más allá de que existan políticas que incentiven su creación y medidas que permitan su reparto) hace falta crecimiento económico .Así solo resta el colapso caótico, el decrecimiento injusto. Como ha ocurrido en otros momentos históricos de quiebra de distintas organizaciones sociales, habrá fuertes crisis económicas y cortes en los mercados, rebeliones y caídas de regímenes, reducción de la estratificación social y simplificación de las formas de vida, desurbanización, aumento de las migraciones, y disminución de la población. Aunque, dentro de este gran marco caben muchos grises, que serán resultado de las articulaciones sociales que se pongan en marcha. Además, este proceso podrá evolucionar hacia ecomunitarismos, como iremos sugiriendo. Si el decrecimiento injusto parece casi insalvable, la siguiente cuestión sería dilucidar cuán profundo será. De las tres condiciones que señalamos (tiempo de reparación, sinergia de ciclos y grado de extralimitación), las dos últimas se dan con claridad. Desde una visión panárquica, la vulnerabilidad se produce en distintos ciclos. Esto es así, para empezar, porque actualmente la capacidad de influencia humana en ellos es vital, pues estamos en el Capitaloceno. El ser humano está condicionando, desde macrosistemas como el clima, hasta pequeños como la polinización de las abejas. Pero la relación inversa también ocurre, pues las catástrofes ambientales tienen una repercusión económica global y se expanden por todo el cuerpo social, las instituciones y los valores. Ya hemos argumentado sobre el grado de forzamiento ecosistémico, mineral y fósil del planeta. Así, lo más probable es que esta quiebra, que ya se está produciendo, sea profunda y abarque un amplio abanico de sistemas. Es más, creemos que será un colapso de una dimensión nunca antes vista en las sociedades humanas, pues conlleva elementos absolutamente novedosos: i) Las sociedades industriales son las primeras en la historia humana que no dependen de fuentes energéticas y materiales renovables, lo que dificulta enormemente la transición y la recuperación, pues implicará un cambio añadido de la matriz energética y material. ii) El grado de complejidad social (especialización, interrelación, población, información) es mucho mayor y, en consecuencia, el recorrido de simplificación también lo será. iii) La centralización de los nodos del sistema (concentración de poder) es cualitativamente inédita. iv) No solo no hay un “afuera” del sistema-mundo, sino que no hay un “afuera” en la Tierra. No habrá zonas de refugio. Además, el grado de extralimitación es altísimo. Así, aunque durante todo el capítulo recogeremos ejemplos de colapsos pasados, estos solo podrán ilustrar algunos aspectos de lo que está ya empezando a suceder.


¿Qué fases tendrá, qué profundidad alcanzará, cuánto durará y a qué velocidad se producirá el colapso?

La quiebra de la civilización industrial no ocurrirá de forma súbita y total, sino que será un proceso largo, complejo y diferencial, con altibajos. Habrá momentos de reactivación de la capacidad económica y del viejo orden social, pero seguirán nuevas crisis que terminarán en una mayor degradación de la complejidad. Como dice Greer (2008): el declive de la sociedad industrial se parecerá más a “una piedra rodando por una pendiente irregular que cayendo por un precipicio”. Así, se irá pasando de lo complejo, grande, rápido y centralizado, a lo sencillo, pequeño, lento y descentralizado. Todo ello trufado de irreversibilidades. Los distintos sistemas que hemos venido analizando a lo largo del libro (ciudades, Estados, subjetividades, tecnología, economía) no colapsarán a la vez, sino que serán los elementos más vulnerables los que lo hagan primero y, a partir de ellos, se irá extendiendo el proceso mediante múltiples bucles de realimentación positiva que irán produciendo irreversibilidades que imposibilitarán la vuela atrás en el cambio civilizatorio. Aunque no habrá una secuencia clara, sino una maraña de procesos interconectados en paralelo, vamos a esbozar una cierta concatenación de acontecimientos. El resto del capítulo sigue, con cierta flexibilidad, esta secuencia, que además es la unidad de análisis que hemos mantenido a lo largo del libro:

i). Fin de la energía abundante y concentrada, como primera manifestación de la degradación de la biosfera, que se irá profundizando durante el siglo XXI.

ii). Derrumbe monetario-financiero. Crisis de la banca, los mercados especulativos y el crédito. También de las monedas globales.

iii). Desglobalización y decrecimiento. La energía escasa y el estrangulamiento del crédito ahogarán el comercio, especialmente el internacional. La economía se relocalizará y se empezará a producir un cambio del metabolismo social.

iv). Nuevo orden geopolítico. Guerras por los recursos y regionalización.

v). Quiebra del Estado fosilista. El sistema político actual no será capaz de seguir funcionando y perderá su legitimidad. El Estado se reconfigurará y, en algunos territorios, desaparecerá. vi). Reducción demográfica por las crisis alimentaria y sanitaria, y por guerras. Esta será una de las etapas lentas que empezará con el agravamiento de la crisis económica, de las condiciones ambientales y de los cuidados, pero que se irá profundizando conforme transcurran nuevas fases.

vii). Desmoronamiento de lo urbano. Sin orden económico globalizado, Estados fuertes, ni energía abundante, las grandes urbes serán abandonadas progresivamente, convirtiéndose en minas y aumentando los huertos urbanos.

viii). Incapacidad de sostener la alta tecnología. Pérdida masiva de información y de conocimientos. Esta etapa será lenta y se irá produciendo tras el derrumbe de la economía global.

ix). Cambio de los valores dominantes. Final del mito del progreso y eclosión de nuevos referentes en los que la sostenibilidad y una vuelta a una concepción más colectiva de la existencia serán elementos centrales, lo que no implicará necesariamente mayor liberación humana.

x). De todo ello, surgirán nuevas luchas y articulaciones sociales que se moverán entre neofascismos o respuestas autoritarias, y cuidados de la vida ecomunitarios. En cualquier caso, los nuevos órdenes sociales no cuajarán hasta que el conjunto social no haya cambiado de “dioses”. Aunque muchos de los procesos ya han comenzado (fin de la energía abundante, quiebra financiera, crisis del comercio global, nuevo orden geopolítico, deslegitimación de los Estados) creemos que, alrededor de 2030, se producirá un punto de inflexión en el colapso de la civilización industrial como consecuencia de la imposibilidad de evitar una caída brusca del flujo energético. Ya vimos que, alrededor de esta fecha, si no antes, se producirá el pico de los tres combustibles fósiles y del uranio. Si se considera la TRE, en 2030 la energía proveniente del petróleo podría ser un 15% de la del cénit. Además, es probable que Arabia Saudí deje de exportar crudo para entonces (Citygroup, 2012), mientras muchos otros países lo habrán hecho antes. A partir de ese momento, será materialmente imposible que funcione un sistema económico global. Y ya hemos analizado que no hay sustituto energético posible al petróleo convencional y menos al conjunto de los combustibles fósiles. Por si esto fuera poco, para 2030 se podrían haber superado los umbrales que disparen el cambio climático hacia otro estado de equilibrio del sistema Tierra notablemente más cálido (Combes y Haeringer, 2014), aunque, si la crisis económica fuese muy profunda y rápida, esto último pudiera no ocurrir. Turner (2014), Nafeez (2017a) y de Castro (2018) plantean un punto de inflexión similar. Hasta ese momento, se intentarán mantener las mismas políticas de crecimiento, eso sí, actualizadas y condicionadas por las circunstancias. Seguirán los escenarios business as usual y “capitalismo verde”. En realidad, será solo uno: un business as usual con algún tinte de transición posfosilista, pero no poscapitalista. Los descensos reales de la disponibilidad de combustibles fósiles serán más acusados que los esperables por causas geológicas. Además, su disponibilidad en los mercados internacionales será menor que la extracción, porque progresivamente habrá más países que dejen de exportar. Por ello, irá avanzando la desglobalización. Los Estados que puedan, entrarán en una guerra interna y externa por el sostén de su estructura, intentando controlar a la población y los recursos básicos. El mantenimiento de estas políticas suicidas conllevará que el colapso sea más brusco a partir de ese punto de inflexión que, como decimos, puede estar alrededor de 2030. Mientras, en los mundos campesinos e indígenas menos alterados, donde ya se está en parte en un metabolismo no fosilista, el colapso será mucho menos brusco y los impactos menos duros. Incluso habrá regiones que sientan aliviada la presión política y económica que sufren. Aunque la lucha por sus recursos naturales seguirá siendo fuerte. Más allá de este punto de inflexión, el carbón estará poco disponible y se exportará cada vez menos, aunque más que el gas, que estará claramente en declive. El comercio internacional de petróleo casi desaparecerá. En ese contexto, el capitalismo y sus posibles derivados ya solo podrán mantenerse precariamente en base a la violencia. Será a partir de entonces cuando será más evidente el Largo Declive en el que se sumirán las sociedades. Creemos que las sociedades ecomunitarias solo podrán desarrollarse, más allá de experiencias pequeñas o en espacios no modernizados, cuando se haya producido la quiebra de los poderes económicos y políticos, más allá de la década de 2030. Es decir, que antes de tener una oportunidad real de cambio ecomunitario habrá una etapa dura de destrucción social. El quehacer de los movimientos sociales en esa fase será clave para sembrar los proyectos que podrán aflorar luego, posibilitar las condiciones sociales para que esto sea factible y hacer que el colapso sea lo menos profundo posible, sobre todo a nivel ecosistémico. Sin este trabajo, es improbable que puedan surgir estas nuevas sociedades emancipadoras. Tampoco lo tendrán fácil después, aunque el contexto les dará más oportunidades. Cuajarán una gran diversidad de organizaciones sociales situadas entre ecofascismos o autoritarismos, y ecomunitarismos. Por ello, además de analizar cada una de las etapas, 2030 será un punto de inflexión que recorrerá todo el capítulo. Por supuesto, el año se debe entender como una referencia estimativa. Lo más relevante no es si este punto será en la década de 2030 o de 2040, sino los procesos que se desencadenarán y que los vivirá gran parte de la población actual. A este punto de inflexión lo denominamos Bifurcación de Quiebra. Todo el proceso será largo, pues el grado de extralimitación es muy grande y la pérdida de complejidad será muy alta. La total reorganización social que se producirá durante el Largo Declive podrá durar unos 200 años, un periodo parecido al que tardó la civilización industrial en llegar a su cénit. O incluso más, pues los nuevos equilibrios ecosistémicos no estarán constituidos para entonces. El sistema climático puede tardar miles de años en estabilizarse y no son descartables escenarios catastróficos de pérdida de funciones ecosistémicas y desorden total de las redes de la vida. Aunque los efectos del Capitaloceno durarán miles de años, la incidencia humana determinante en el entorno cesará en breve. Durante mucho tiempo, el ser humano no tendrá capacidad (ni probablemente voluntad) de realizar nuevos impactos destructores sobre el entorno: su población bajará, el consumo per cápita también, y su tecnología tendrá menos potencia y se basará en energías y materiales renovables. La velocidad del colapso de los sistemas complejos depende del grado de integración de sus nodos y de la velocidad de funcionamiento de todo el sistema. A más integración y más velocidad, mayor celeridad. En el pasado, los colapsos societarios fueron relativamente lentos, como su metabolismo. El Largo Declive será rápido al principio (quiebra de la economía financiera y productiva global) pero, más allá de la Bifurcación de Quiebra, transcurrirá con más lentitud (desmoronamiento de lo urbano, quiebra del Estado fosilista) y el ritmo irá siendo más (cambio de subjetividades) y más (reorganización ecosistémica y climática) pausado. Además, el proceso tendrá distintas velocidades en los diferentes territorios, de igual modo que la transición del metabolismo forrajero al agrícola no se ha terminado de completar todavía (aunque casi) y el del agrícola al fósil sigue produciéndose. La velocidad no será irrelevante pues “un descenso rápido implica: i) Un descenso poblacional rápido (quiebra de sistemas de salud, guerras, epidemias…), pero no necesariamente más profundo.

ii) Más riesgo de guerras atómicas o químicas masivas.

iii) Menos caos climático y pérdida de biodiversidad y de funciones ecosistémicas (salvo guerras atómicas o químicas masivas).

iv) Menos impacto sobre la biomasa (si el descenso es lento habrá una fuerte deforestación que durará más que si este es rápido y con menos población).

v) No sufrirán tantas generaciones humanas, pero será durísimo para las dos siguientes.

vi) Menos riesgos de olvidar (la ciencia, la técnica, las razones que llevaron al desastre)” (de Castro, 2015f).

vii) Una desestabilización de los agrosistemas más profunda.

viii) Una mayor degradación social (“cuanto peor, peor”)


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