Grupo Barbaria
En estos meses, con el surgimiento de Más País y la incorporación de algunas personas conocidas del ámbito anarquista y ecologista en Madrid, me ha venido a menudo una anécdota a la cabeza. Puede parecer un poco extravagante empezar con una historia del siglo XIX una discusión sobre los problemas a los que nos enfrentamos como especie en el siglo XXI, pero sólo lo es en apariencia.
El caso es que a finales del XIX estalla un debate al interior del partido socialdemócrata alemán. Eduard Bernstein, uno de sus dirigentes más importantes, abrirá el melón afirmando que la revolución en realidad no es necesaria y que el propio desarrollo del capitalismo, gracias a su tendencia a socializar la producción y al empuje de las asociaciones, ateneos, sindicatos y cooperativas obreras, lo haría caer como fruta madura. Había pues que favorecer desde el Estado las reformas socialistas apropiadas para acompañar este proceso objetivo. El escándalo fue grande en el SPD. No porque no fuera lo que su dirección llevaba haciendo ya un par de décadas, sino por la manera de explicitar las consecuencias teóricas de esa misma práctica. En ese momento, Ignaz Auer, el secretario del partido, le escribía una carta a Bernstein diciéndole: «Mi querido Ede, nadie hace oficialmente lo que dices que hay que hacer, nadie lo dice, simplemente lo hace».
Esta anécdota me venía a la cabeza por dos motivos. El primero, porque muestra con claridad cómo lo que hacemos no es inocuo. Hay que tener en cuenta que el SPD era un partido que, con todo, pretendía acabar con el capitalismo y por ello era perseguido y encarcelado. Sin embargo, cuando nuestra práctica es ambigua y no se dirige claramente contra el capital y el Estado, antes o después se acaba negando la necesidad de la revolución. Y a la inversa: cuando se niega la posibilidad y la necesidad de la revolución, lo más normal es que se acabe colaborando de una u otra forma con el capital y el Estado. Sólo que algunos lo dicen y actúan en consecuencia y otros, a menudo sin saberlo, lo hacen.
El segundo motivo entra ya de lleno en el tema del debate, y tiene que ver con la idea de colapso. La socialdemocracia clásica, y no sólo Bernstein, pensaba que la economía era la infraestructura que determinaba el todo social. Pensaba también que el desarrollo de esa economía nos conducía de por sí a una sociedad mejor, haciendo que el capitalismo cayera finalmente como fruta madura. Era lógico entonces que Bernstein llevara este planteamiento hasta el final, negando la necesidad de la revolución. Pero hoy en día es imposible creer que el desarrollo del capitalismo nos lleve a un mundo mejor, así que se produce una curiosa inversión. Lo que se hace es plantear que la infraestructura que determina todo lo demás ya no es la economía, sino el petróleo, los recursos energéticos, y que agotado el petróleo todo el conjunto social del capitalismo colapsa. No nos dirigimos hacia el progreso, sino hacia el colapso. Pero en cualquier caso, el desarrollo del capitalismo vuelve a hacer que la revolución tampoco sea necesaria.
Bueno, para entender por qué relaciono yo ahora a Más País con Bernstein y a Bernstein con el colapso, tengo que explicar las cosas al revés de como debería hacerlo. En primer lugar, las conclusiones: no va a haber colapso. El capitalismo no puede colapsar, porque a pesar de lo que se pueda creer el capital no tiene límites externos, no tiene barreras que le impidan seguir creciendo. Eso no quiere decir que todo vaya a ir de puta madre. Al contrario. Como se ha repetido muchas veces en debates como este, el capital es una lógica de crecimiento ilimitado en un mundo físico limitado. Eso conlleva que el capital va a seguir creciendo, caiga quien caiga. La catástrofe capitalista seguirá ampliándose de manera exponencial, cada vez más brutalmente, hasta que se produzca una revolución internacional o nuestra especie se extinga. Y para hacerlo, obtendrá energía de donde haga falta.
El problema de planteamientos como el del colapso es que invierte los términos. En lugar de preguntarse qué tipo de relaciones sociales hace que sea necesario uno u otro tipo de energía, se pregunta por cómo los recursos energéticos determinan un tipo u otro de relaciones sociales. Así, en lugar de comprender lo que es el capitalismo en su lógica global para, a partir de ahí, pensar qué papel cumple el agotamiento del petróleo, lo que hace es reducir las relaciones sociales a cuestiones meramente físicas: cuando se acaben los hidrocarburos, se acabará el capitalismo.
Al hacer esto, es imposible comprender lo que es el capitalismo. En esta sociedad, toda la producción se rige por el intercambio de mercancías, y eso produce un desdoblamiento: no importa lo que se intercambie, no importa lo material, sólo que ese intercambio permita tener dinero para producir más mercancías para producir más dinero. Lo abstracto domina lo concreto. El valor domina al ser humano y a su entorno natural, los pone a su servicio, caiga quien caiga. Nos encontramos ante una máquina de destrucción ciega, automática e impersonal.
Pero en todo esto hay un problema. Y es que la única manera de producir cada vez más valor es explotando trabajo humano y, por la competencia capitalista, en la producción cada vez hay más máquinas y menos humanos. Eso supone que para producir ahora con robots si acaso el mismo valor que se producía con masas de obreros en una cadena de montaje, hace falta producir muchas más mercancías y por tanto utilizar muchas más materias primas y energía, sin que eso resuelva realmente el problema. Así pues, en esta máquina ciega de destrucción que es el capital, cada vez hay más población sobrante y cada vez es más necesario el consumo voraz de recursos energéticos y naturales. Por decirlo de manera esquemática: cuanto menos trabajo humano se necesita para producir mercancías, más mercancías tienen que producirse y por tanto más energía se necesita para producirlas y transportarlas hasta el mercado. Digo energía y no petróleo con toda la intención: en la lógica del capital, todo es abstracto. Pero la conclusión es sencilla: comida para las máquinas y hambre para el ser humano. Quizá el ejemplo de los agrocombustibles sea el más claro para ilustrar esta idea. Y este consumo voraz de recursos naturales, esta expulsión permanente de trabajo y con ello de vidas humanas del acceso a los medios de subsistencia, esto no se puede interpretar en términos físicos, como un límite externo del capital: esto es la catástrofe automática, cada vez más brutal, a la que nos conduce la lógica misma del capitalismo. Y mientras siga subsistiendo intercambio mercantil y propiedad, esta máquina de destrucción seguirá operando.
Pero claro, aquí no se trata de meternos en una discusión demasiado teórica sobre si colapso o catástrofe capitalista. Es importante, pero no es el lugar tampoco. Lo importante es no dar el salto demasiado rápido, y saber que antes de que llegara el susodicho colapso pasaríamos -y lo estamos haciendo ya- por un aumento de las tensiones imperialistas por el acaparamiento de los recursos energéticos y minerales, cuya necesidad es cada vez más perentoria. Al mismo tiempo, la catástrofe social que estamos viviendo con cada vez mayor intensidad seguirá produciendo revueltas sociales, con una intensidad y radicalidad crecientes, con un aprendizaje colectivo y con la generación de formas de comunidad esenciales para la continuación de la memoria colectiva. Es decir: nos conducimos hacia un mundo cada vez más polarizado, social y militarmente, en el que las posiciones de clase, el internacionalismo y la apuesta radical por un mundo distinto, sin concesiones, se vuelven esenciales para revertir la situación.
Lo que se ha dado en llamar el ecofascismo, en realidad no es nada más que esta profundización de la crisis del capital y su gestión por parte del Estado. Claro, que el término ecofascismo plantea dos problemas serios: en primer lugar, parece plantear que el fascismo no fuera capitalista. Y todo lo contrario: el fascismo fue un movimiento histórico de modernización capitalista, fue la industria, la patria, la tecnología capitalista hecha carne y Estado. Que, dicho sea de paso, tampoco fue tan distinta en sus fenómenos fundamentales al capitalismo ruso o al keynesianismo de Roosevelt. Por otro lado, pareciera diferenciar entre un capitalismo bueno, el vivido hasta ahora, y un capitalismo verdaderamente catastrófico, que es el que se nos viene encima. ¡Como si el capitalismo no fuera una catástrofe permanente, un apocalipsis repetido y sistemático para la mayoría del planeta, desde hace siglos!
En cualquier caso, y como hemos dicho, el problema fundamental de la idea de colapso es que niega la necesidad de la revolución. Si el capitalismo se va a la mierda por sí solo y no hay mucho más que hacer, entonces sólo quedan dos alternativas: el sustraccionismo o el Estado. Sobre la propuesta sustraccionista la revista Salamandra va a abrir un debate interesante en su próximo número, en el que también nosotros participamos. Si hubiera que resumirla, yo utilizaría el título de un artículo representativo que se escribió en otro momento: Volver al campo mientras el mundo se derrumba. Escaparse del capital, retomar relaciones comunitarias mientras llega el colapso. Esta es una perspectiva respetable, que a mi modo de ver hace parte de una pulsión de radicalidad y de una necesidad de rechazar las relaciones existentes, viviendo ya relaciones que intenten anticipar el comunismo anárquico. Por decirlo con sencillez, el sustraccionismo es la expresión de un sistema social que se agota. Sin embargo, no hace falta reflexionar mucho para darse cuenta de que es imposible escapar del capital: que nuestra supervivencia dependa de la mercancía, en mayor o menor medida, no es negociable. Por otro lado, en la mayor parte del planeta el desarrollo de la urbanización y de la agroindustria ha anulado la diferencia entre el campo y la ciudad, al mismo tiempo que la vida en el ámbito rural puede ser incluso más nociva, siquiera para la salud, que la vida urbana. El capitalismo es totalitario, y no perdona a nadie.
Como en cualquier caso la perspectiva de la sustracción es inevitablemente minoritaria y parte de una derrota -no es posible transformar este mundo, así que voy a intentar transformar mi microcosmos particular-, lo lógico es que quien quiera pensar en términos de mayorías sociales acabe coqueteando con la idea de la gestión estatal. No se trata ni mucho menos de igualar la sustracción a la participación institucional: la primera parte de una radicalidad vital en busca de realizarse, la segunda supone no sólo gestionar y reproducir la miseria del capital, sino mandar a la policía, matar, desaparecer y torturar cuando se protesta contra ella. Y sin embargo, nos estaríamos haciendo trampas si no viéramos una línea de continuidad: si la revolución no es posible y el mundo se va a la mierda, sólo queda escapar para la minoría o hacer lo que buenamente se pueda desde el Estado para la mayoría. Por resumir: el concepto de colapso te lleva a la impotencia política, a la derrota anticipada. Y ante esta derrota, emerge lo que nosotros llamamos socialdemocracia de la catástrofe: es decir, que si el mundo se va a la mierda, por lo menos gestionémoslo democráticamente desde el Estado.
La propuesta de gestionar la catástrofe capitalista desde el Estado no es sólo criminal, también es absurda. Viva prueba de ello es que el famoso Green New Deal puede resumirse en la creación de burbujas financieras verdes a golpe de impresora en el Banco Central. La propuesta de volver al campo mientras el mundo se derrumba no sólo es insuficiente, es tirar la toalla antes de tiempo frente a la disyuntiva real que se nos plantea como especie: la extinción o la revolución internacional. Y es que, como decíamos antes, estamos entrando en una situación de auténtica polarización imperialista y de clases. De hecho, la escalada de revueltas sociales la estamos viviendo ya, por sólo hablar de este año, desde Francia hasta Hong Kong, desde Ecuador hasta Irak, y no es descabellado afirmar que estamos viviendo el inicio de un ciclo de luchas que abre la posibilidad de un nuevo período revolucionario. Y en este proceso de polarización social, la única forma que tenemos de no ser derrotados es mantener la claridad: la catástrofe capitalista continuará mientras no se luche contra toda forma de Estado, contra toda nación, contra la propiedad y la mercancía, a nivel mundial. Todo lo demás es un sálvese quien pueda.
Intervención en el debate del 17 de octubre de 2019 sobre el colapso capitalista, la catástrofe ambiental y las alternativas que se nos plantean a los revolucionarios
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